El primer amor es como esa página inmaculada que al comenzar un cuaderno dejas en blanco por cortesía… y nunca la arrancarás. El silencio de la primera mirada, el primer sonrojo. Una inocente belleza que no puede manchar un papel. El primer amor, puro, sencillo, tranquilo… siempre hay un primer amor que sale a la luz, el oficial; conocido por todos, alguno se lo atribuye como éxito personal mientras dura, otros, esperan sentados a oscuras con una botella de coñac, su agonía…
Es ese instante en que te cruzas con los ojos de un chico, con la incipiente adolescencia en tu mochila escolar, y ves cómo él, un poco mayor que tú, descubre que existen las mujeres. Y en ese momento dejas de ser niña para ser mujer. Un viaje sin retorno. Ese es el primer amor, el que no pasa de una mirada, dos, tres, algunas palabras, y el regreso al día siguiente al colegio, con su nombre entre los labio. Y después… después vienen los otros amores, los secretos, los oficiales, los interesados, los glamurosos… amores que conforman a las mujeres, sabedoras de que una mujer es todo aquello que amó, y que dejó de amar; o como afirma Pérez Reverte en “El tango de la guardia vieja”: “Una mujer nunca es sólo una mujer, querido Max. Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener”.
Una mujer, son todos esos parpadeos coquetos que furtivamente han seducido a algunos, y dejado indiferente a otros. Todas esas horas frente a las puertas abiertas de un armario, una esencia de perfume, un esbozo de sonrisa; los secretos que nunca escribirá en su diario, lugares que han llenado su vida, y a los que nunca volverá, aunque no por ello los pueda olvidar; los cigarros que a escondidas se ha fumado, sola, acompañada, por curiosidad, por obligación, por seducción… Esos momentos frente a la pantalla del televisor o las páginas de una novela, ensimismada en sus pensamientos y haciendo creer al mundo lo contrario; los silencios que se forman ante preguntas que quedan sin respuesta, las lágrimas que mueren en sus ojos sin salir, las que en silencio se escaparon, y todas aquellas que a solas secó en el baño.
Una mujer es todos esos amaneceres que en silencio ha visto nacer, y morir, los cientos de artilugios que en su pequeño bolso de mano puede guardar, las caricias que murieron sin llegarla a rozar. Las noches de insomnio, los cafés al ritmo de un jazz ya olvidado… porque una mujer, al fin y al cabo es los sueños que tuvo, que consiguió, y los que sólo tuvieron cabida en su imaginación.
Pérez Reverte en su última novela publicada “El tango de la Guardia Vieja” habla del amor, de la pasión y de las mujeres. De sus trapos sucios, de todo aquello oculto bajo una espesa capa de carmín que sonríe a la vida desafiándola… nos habla de Mecha, una mujer cualquiera y a la vez única, encarnando el mito de la femme fatale pero con ese toque romántico propio de Reverte. Porque al fin y al cabo todas las mujeres tenemos un poco de fatale que escondemos incluso a nosotras mismas. Un tango sobre el amor y la pasión a bordo del Cap Polonio, y que durará toda la vida.