Hay veces, que los nombres de las personas son, pura y llanamente, pronósticos certeros de lo que les va a acontecer en sus vidas futuras.
Fortunato estaba en esas veces. Cuando nació, sus padres le bautizaron con este nombre por la simple y casual circunstancia de que salió vivo de la caída que le regaló su tía Emérita, madrina del bautizo, cuando resbaló en las escaleras de la pila bautismal con él a cuestas. No se sabe si fueron los ropajes que le habían endilgado o suerte a secas, pero lo cierto es, que, rebotar, con unos días de vida, en el duro mármol que se gastan las iglesias, sin dejarse los sesos en el intento, era un presagio de que todas las legiones de arcángeles estaban de su parte. Así pues, los padres, entre horrorizados y entusiasmados, cambiaron el nombre que pensaban darle, que no era otro que Hermógenes, por el abuelo, justo en ese momento, con el cura pensando que de buena se había librado, porque les pareció adivinar que su hijo tenía mucha suerte.
Cuando fue creciendo, los que le conocían pensaban para sus adentros que el chaval gozaba de más vidas que un gato, cuando recordaban el episodio del rio, donde Fortunato, se metió en agua que le cubría a la cintura y se quedó haciendo el “muerto” sobre el agua. Sobre las rocas del cauce otros vecinos del pueblo tomaban el sol; a nadie le importó que el chaval permaneciera inmóvil más de lo prudente, ni siquiera que flotara boca abajo, pero lo cierto es que Fortunato, víctima de un corte de digestión, soñaba que corría por las piedras de la orilla, hasta que no pudo respirar. En un torbellino espeso, su mente se revolvió, dudando del terreno que pisaba y con un espasmo de terror, sus piernas hicieron palanca para, merced a la poca profundidad, emerger como un barbo, sin aire apenas en los pulmones, de un sueño húmedo que lo llevaba directamente al cieno.
Adolescente ya, ningún allegado se enteró del suceso del balón, el día de la comida en el campo. Fortunato pegó un patadón a la pelota, con la que estaba jugando, yendo ésta a caer a una caudalosa acequia, que por allí discurría. El mozo llegó corriendo; viendo que el balón se marchaba acequia abajo, no se lo pensó dos veces y se arrojó a las aguas, que tiraron de él, arrastrándolo en la corriente. Los segundos transcurrieron vertiginosos. Lo más seguro es que se hubiera ahogado a no ser porque de pronto, la acequia se estrechó, dejándolo atravesado como un leño, en la boca de una conducción que servía de puente para un camino que cruzaba por encima. Al quedar momentáneamente retenido, Fortunato se agarró con toda su alma a la esquina del tubo y milagrosamente fue salvado de las aguas por segunda vez.
En pleno romance de joven apasionado, estuvo a punto de causar el caos en unos grandes almacenes, aquella tarde en la que se estaba despidiendo de una chavala , subido en la flamante escalera mecánica que le iba separando de ella suavemente, agitando las manos como despedida, casi aupado sobre la barandilla. La chica desde abajo le devolvía algún mohín. Fortunato se dijo que ya estaba bien de tonterías y recobró la figura sobre la escalera, justo en el instante antes de que la esquina del hueco del piso superior casi lo decapita. El amargor de una bilis le desbarató la boca pero se olvidó pronto.
Se le empezaba a caer el pelo cuando una mañana estaba corriendo por el campo, poniendo a prueba el corazón. Le gustaba la libertad que conceden los espacios abiertos. Corría pausado, casi al trote, medianas distancias; sus piernas respondían todavía. Observó que los arbustos crecidos podrían ser útiles para una carrera de vallas, así que empezó a saltarlos buscando de reojo las más altos, provocándose a sí mismo. Aceleró su zancada. Saltó uno, otro, luego otro; así durante un rato. El corazón le bombeaba desabrido. Decidió parar en plena carrera y la inercia del esfuerzo le dejó al borde del arbusto, que ya no le pudo ocultar un enorme agujero de bastantes metros, que desde el otro lado parecía esperarle.
En la madurez se le maduraron los gustos. Acompañado de su pareja, se marcharon de vacaciones a una isla remota. En aquel viaje hubo más beneficiarios de su suerte. Habían alquilado un coche, intentando manejarse en un tráfico hostil, sin saber en realidad interpretar los mapas. El dédalo de calles era todo en rampa. Tenían la misma inclinación que la de un puerto de montaña; la isla era como un gigantesco cono truncado por el que se ascendía o descendía. En la calle por la que supusieron se salía de la ciudad, alcanzaron a un camión grúa que subía la cuesta como un elefante cansado, transportando un gran cilindro de piedra, que parecía de granito. No tuvieron más remedio que acompasar su ritmo al del paquidermo. Al instante tuvo la certeza de que debía de separarse de aquel camión, que olía a amenaza. Torció el volante a la derecha y se detuvo en seco, providencialmente, en la única anchura que había en aquella carretera sin cunetas. El camión grúa también paró cuando el chófer vio por el retrovisor que el coche se detenía en seco en medio de una polvareda. La parada del mastodonte provocó una inesperada reacción en los amarres de la mole, rompiéndose las sujeciones y dejándola precipitarse calle abajo, aunque casi rozó al coche en su caída. La muerte rodo vertiginosamente, en busca de alguna víctima inocente.
No sabemos qué ocurrirá cuando el azar se dé cuenta de que se le han agotado las vidas, si hacemos caso a aquello de las siete vidas de un gato, pero volviendo a lo inmediato, Fortunato ha escapado con vida de un accidente de aviación en el que no hubo supervivientes. Llegó a la puerta de embarque con el vuelo cerrado. Aún tuvo ocasión de ver, por los grandes ventanales del aeropuerto, al avión en el momento del despegue y maldiciendo su suerte, se le escapó una blasfemia. Al poco, todos pudieron oír la terrible explosión.
©Eugenio Mateo