El miércoles 13 de junio falleció en París Roger Garaudy (Marsella, 1913), un controvertido filósofo francés que, sin embargo, influyó enormemente en mi formación crítica y en la amalgama cultural que he ido atesorando a lo largo de mi vida. Recuerdo, por ejemplo, la avidez con que leía sus libros, editados por Cuadernos para el Diálogo, en la adolescencia de mediados los setenta, cuando La Alternativa, Diálogo de Civilizaciones, Palabra de Hombre o Una Nueva Civilización constituían los sedimentos de una inquietud que ya perturbaba mi ánimo.
De aquello hace ya 40 años, pero el estímulo que empujaba su lectura sigue intacto porque permanece irresuelta la cuestión que Garaudy abordaba en La Alternativa: “¿Qué es lo que la juventud denuncia y qué es lo que la juventud anuncia?”. Parecía referirse al tiempo actual cuando aconsejaba “tomar conciencia de la crisis: si nos abandonamos a la deriva catastrófica del presente, en pocos años la sociedad actual puede desintegrarse. Y ya no será tiempo de vivir. Todo lo más, de sobrevivir.”
Roger Garaudy era un intelectual marxista, especialista en Hegel, que tuvo una intensa actividad política como miembro del Partido Comunista francés, de donde fue expulsado cerca de cuarenta años más tarde (1933-1970) por su pensamiento heterodoxo. Pasó de defender el estalinismo a oponerse a la invasión de Checoslovaquia, y del ateísmo al catolicismo y, de éste, al islamismo, con la misma pasión dogmática con las que abrazaba todas sus militancias. Era un pensador de causas absolutas en ocasiones contradictorias e irreconciliables, pero no por ello se mostró infiel a su búsqueda de respuestas a las verdades esenciales del hombre en la filosofía, la política y la moral, comportándose como en lo que en alguna ocasión describió “danzar en la vida”.
Los bandazos de su vida, en ciertos aspectos tan semejante a la de nuestro incomprendido Blanco White, delatan su aborrecimiento de las estructuras que impermeabilizan frente al otro, al oponente, y lo obligaban a buscar “alternativas” al socialismo burocrático, abrir diálogos entre el marxismo y el cristianismo, a denunciar la falacia de la supremacía cultural de Occidente como única creadora de valores humanos e, imbuido en el Islam, propugnar un encuentro entre las civilizaciones y pueblos de Asia, África y América Latina para establecer un nuevo orden mundial.
Tras la distancia que otorga la madurez, volví a Garaudy en dos ocasiones: una, cuando ofreció una conferencia en un instituto de Sevilla hace más de 15 años, y otra, recientemente, al visitar en Córdoba la Torre Calahorra, donde desarrolló el proyecto de mantener vivo el legado árabe y tuve el honor de que me obsequiaran una de sus últimas obras: Biografía del Siglo XX, el legado filosófico de Roger Garaudy.
A pesar de sus claros y oscuros, la trayectoria de este pensador resume con didelidad la del siglo que le tocó vivir y del que se convirtió, al menos para este lector, en la conciencia crítica del mismo. Nos faltan alternativas. Descanse en paz.