Siempre creí que eran gotas de la misma lluvia. Resbalaban por mi rostro, y al mirar el rostro de ella casi me convencí de que eran gotas de la constante y fina lluvia que nos empapaba cuando subíamos la cuesta de adoquines cojos de la calle Montrocal.
Nos importaba poco que en las afueras de nuestros silencios se mojara todo. Caminábamos metidos en los propios pensamientos, descuartizando las últimas palabras dichas en el recreo del instituto del Conquero. Que calibrábamos hasta dónde el daño, hasta dónde aquella sílaba maldita que hubiera abierto una herida en el sentir de cada uno.
Subíamos absortos la tortuosa cuesta, ajenos a la deslizante y amarga agua que nos empapaba el rostro… Que acaso fueran gotas de lluvia.
(Ilustración: pamaco.wordpress.com)