Guerra del 15, de Gianni Stuparich
“El paraje donde surge desordenado nuestro campamento se ensancha blando y accidentado hasta el camino que va de San Valentino a Papariano, y se ve limitado en el margen opuesto por un bosque ralo, donde bajo la grisura de la niebla y entre las frondas resaltan las rojas llamas de los fuegos en las cocinas”.
Página 18.
“Los guerreros y los mártires de la cruzada quizá procedieran de este modo, sonrientes e iluminados, como nosotros sobre la alfombra oscura y verde de los campos, veteados de sarmiento, a la luz diáfana del crepúsculo. Silencio inmenso, ritmo suave de los pies en los cultivos, jadeo entrecortado en los pechos, y el roce del macuto en la cadera del compañero que va delante”.
Página 25.
“La bóveda atmosférica es una trama de silbidos, una red de hilos de acero, atronadora, lanzados de un extremo invisible del aire a otro. Nuestro capitán se ha hecho traer una silla de una casucha cercana y se sienta en el terraplén, ante nosotros, de cara a la compañía, y dice sonriendo:<< ¡Menuda sinfonía, olvídate de Wagner!>>”.
Páginas 36 y 37.
La guerra. Hay muchos libros sobre la guerra. Incluso algunos que enfrentan las preocupaciones casi banales del hombre que vive fuera de ella y los terrores del campo de batalla (Guerra y Paz, es obvio desde el título). Sin embargo el texto que nos ocupa está plagado de una humanidad que se expresa a rápidos y certeros apuntes. Podría parecer la crónica de un periodista, si no fuera porque el autor es un soldado voluntario en las trincheras, al lado, delante o detrás de su hermano Carlo, de veinte años cuando se alistan al ejército. No hay periodismo, aunque estilísticamente se le aproxima mucho debido a las observaciones hechas desde la agudeza, en las que navegan sin naufragar nunca los más bellos y puros sentimientos humanos: el amor a una tierra, la fraternidad, el cariño a una madre, el dolor de ver los cuerpos de los compañeros mutilados, o incluso las realidades más inmediatas como el terror cotidiano pero insoportable de la suciedad y la picazón de las pulgas.
Avanzamos con Giani, metro a metro por las trincheras (tremenda chapuza de sacos de tierra que se vacían y se vuelven a llenar), de una posición a otra, siempre pendientes de atacar, siempre esperando una orden que puede significar la muerte pero que valdría más que la espera y los días en blanco, aguantando la munición enemiga que estalla por todas partes. Asistimos a sus compras furtivas de chocolate, a sus baños -cuando pueden tomarse, donde pueden tomarse-, a su esfuerzo por mantener limpia la ropa, a su rechazo por la suciedad tanto como por la falta de compañerismo y el bestialismo y egoísmo al que son arrojados muchos por las circunstancias del cansancio y la necesidad acumuladas.
«El agua fría y el jabón, y nuestra falta de pericia, no bastan para lavar la ropa interior; y ahora el cuerpo anhela un revestimiento aseado, ni que sea por unas horas. Así, bajo el pensamiento incesante de la muerte, me sorprendo también preocupado por nimios afanes domésticos«.
Página 71.
Resulta realmente descorazonador sentir que van de un lado a otro, viendo morir a los compañeros, sin que uno puede entender un plan claro, una estrategia: los hacen ir y volver de una parte a otra, de una trinchera al pueblo más cercano, del pueblo a una fábrica abandonada, de la fábrica a la trinchera, siempre con la incertidumbre a cuestas, siempre deseando tomar Trieste, su tierra.
Precisamente por ser originarios de aquel pedazo del mundo en manos de los austriacos son sospechosos, o se desconfía de ellos en algunos niveles. No parece convencer a todo el mundo el hecho de que se hayan alistado su hermano y él para poder conquistar la tierra que consideran italiana, pues se sienten tan italianos como los florentinos, los lombardos, los venecianos, los romanos o los napolitanos. Todo ello hace aflorar los pensamientos sobre la absurda y arbitraria división del planeta en trozos más o menos geométricos donde la lengua, y a veces una tradición común se convierte en una separación más dolorosa que el alambre de espino, en vez de una expresión humana a compartir.
Con todo, tanto él como su hermano acuden a un curso de oficiales que se da en cualquier parte, a salto de mata, sin previo aviso, de forma desordenada y caótica, como todo lo que aparece ante nosotros dado el horror de la guerra, que enciende una llama de esperanza en sus vidas, aunque también la culpa de saberse lejos de la trinchera y el peligro de la muerte si son ascendidos, mientras que sus compañeros tendrán que seguir al pie del cañón, muriendo y matando por unos metros de tierra, por una cota, llamada 121 o de cualquier otra forma. Cometiendo el mismo asesinato, perpetrando el mismo crimen que la leyenda otorga al nacimiento de Roma: matar por la parcela que es mía.
A pesar de todo este horror y desorden, prevalece la fraternidad que hay entre los dos hermanos, Giani y Carlo, de un lirismo sencillo y auténtico que pone los pelos de punta.
Una obra que no se deleita en los horrores de la guerra y las vísceras pero que estremece hasta lo más profundo de ellas.
«Piamonteses y lombardos que bailan. Este aporreo musical entre el estrépito de las cuerdas aflojadas o rotas que lo acompañan, estos campesinos, esta gente de pueblo, que ha olvidado el frenesí de ayer y de todos loa días de guerra pasados y que mañana podría morir en el asalto o bajo los refugios, todo el contraste de este interior, entre esta escena de fiesta aldeana, y la espantosa tragedia que sigue desarrollándose fuera de estas casas; las mismas ropas de los danzantes, con las marcas propias de la trinchera, y sus caras regocijadas y la gracia del baile: no sé, lastran mi corazón y lo enternecen a un tiempo«.
Página 80.