Llegará el día en que Francia, Rusia, Italia, Inglaterra o Alemania, todas las naciones del continente en fin, sin perder ninguna de sus peculiaridades ni su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y constituirán la hermandad europea… Llegará el día en que no habrá más campos de batalla que los mercados, abiertos al comercio, y los espíritus, abiertos a la ideas…». Victor Hugo.
Las hermosas palabras del genio francés, como podemos ver, tienen una vigencia extraordinaria. No es baladí que en buena medida bebamos de sus fuentes, de esa idea de una Europa unida, en lo político, en lo económico, en lo social. Se han dado grandes pasos en la supresión de barreras comerciales, pero a todas luces insuficientes. Producto de una coyuntura histórica concreta, como la que asolaba nuestro continente en las postrimerías de los años cuarenta del pasado siglo, el prometedor arranque y los frutos obtenidos en las siguientes décadas tropezaron cuando la exigencia de unas políticas económicas comunes debían ir acompañadas de una ineludible unidad política. Unidad política cuyo primer experimento serio fracasó en el primer proyecto de la fallida Constitución Europea en el filo del presente siglo. La Carta Magna de los d`Estaing y compañía naufragaba en su propio país o los Países Bajos. Al pecio no le fue ajeno el entonces candente asunto turco, además de los egoísmos nacionalistas de los diferentes estados. Pero se siguió en el empeño de una más sólida integración económica, iniciada años atrás y cuyo vértice no era otro que la moneda común: el euro, club al que recientemente se unió el décimo país, Letonia. Se presuponía como paso ineludible, junto a otras medidas, para una futura unión de iguales. En palabras de Manfred Nolte, craso «error de cálculo: la creencia de pertenecer a un club de iguales», cuando en realidad, con la crisis que nos azota, se destaparon dos subgrupos de países: los deudores y los acreedores.
Lo que era visto como un proyecto de convergencia comenzó a sentirse como una constante divergencia ante la falta de un verdadero BCE que no sea percibido por el ciudadano como Banco Central Expoliador. Sin un verdadero Tesoro común, los miembros deudores se encuentran expuestos, con escaso, por no decir nulo, margen de maniobra. Ni podemos, ni debemos permitir eso que algunos llaman «balcanización de la zona euro», y por extensión del resto de países de esta Unión a la carta.
Debemos apostar por una reforma del sistema financiero, que pasa por una unión bancaria supervisada, que ejerza funciones como las que ejercen -incluso mejoradas- el Banco de Inglaterra, la Reserva Federal de EEUU o el Banco de Japón. De lo contrario, no saldremos de aquello que acertadamente alguien denominó «la locura de Europa» a base de hacer siempre lo mismo y esperar diferentes resultados. La reforma del sistema financiero, una integración real con una política expansiva y garante de la estabilidad de la deuda, o una política fiscal digna de tal nombre, se hace vital si realmente anhelamos que esa Europa de ciudadanos sea una realidad: realidad imposible –sin embargo-, sin una mayor unidad política, sin una auténtica democracia europea. Pero esto último ya lo abordaremos en una nueva entrega.