Tras el verano y el relajo al que nos invita el buen tiempo, volvemos de nuevo a la lucha, al combate diario con la rutina propia que invade suave y naturalmente nuestro año laboral. Yo no creo en eso tan cursi del síndrome posvacacional porque, desde pequeño, mis padres me inculcaron la sana idea de que las vacaciones estivales no son sino un paréntesis conveniente, un receso en el quehacer cotidiano, una manera beneficiosa de recobrar fuerzas para proseguir con mayor optimismo nuestra pendencia con –digo con, y no contra– la vida. Así que el mes de octubre, con sus iniciales signos otoñales, viene a recuperar en nosotros, en todos, el ciclo del combate con la existencia.
Les confieso que desde hace años, en verano, y especialmente en agosto, procuro no leer nada serio y trascendente que pueda quebrantar de alguna forma mi apacibilidad espiritual; con la canícula ya tengo suficiente. Pero mira por donde, hace poco más de un mes compartí mesa, mantel y menú con un buen amigo de la infancia, quien me envenenó la cabeza de ganas de leer A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales, autor al que no había descubierto aún como lector aun siendo, como soy, un señor maduro y valetudinario. Me habló mi amigo tanto y tan bien del escritor, que no pude por menos que leer dicha obra. Y ahora, una vez reposada la lectura y vueltos mi cuerpo y espíritu al campo de batalla otoñal, no me queda otra que comentarles a ustedes, pacientes lectores, los contenidos del libro en cuestión.
Les diré, ante todo, que se trata de un libro terrible; terrible en lo que respecta a los contenidos argumentales, que pasean por distintos escenarios de nuestra guerra civil de 1936.
Manuel Chaves Nogales (Sevilla 1897 – Londres 1944) fue un periodista que tuvo la desgracia de ser testigo de algunos episodios acaecidos durante la contienda fratricida española del pasado siglo. Unos los pudo vivir directamente y otros, en cambio, los conoció por referencias. Esos hechos los trasladó luego, con acomodo y formas literarias, a su magnífico libro. Son, en definitiva, historias de guerra, «hazañas» bélicas que ponen los pelos como escarpias, narraciones en las que se huye del maniqueísmo y la parcialidad con que la mayor parte de los autores reflejan sobre el papel sus experiencias. Chaves no, porque en su literatura predomina el espíritu del intelectual honesto y digno, del hombre equilibrado, ecuánime, que ambiciona plasmar con lucidez, y sin concesiones al morbo excesivo y superfluo, sentimientos y episodios nacidos en el seno de una historia triste que ojalá no se repita jamás en este país. Ni en ningún otro.
En torno a 1915, el periodista era redactor de El Liberal, frecuentó los ambientes intelectuales sevillanos y publicó trabajos en El Noticiero Sevillano y La Noche. En el año 1920 pudo entregar a la imprenta, en Madrid, un libro de relatos breves titulado Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos hombres humildes y desconocidos. En 1924 le vemos trabajando en el Heraldo de Madrid, y meses más tarde en La Acción. Viaja mucho por Europa en el periodo de entreguerras, y a su regreso publica su libro Un pequeño burgués en la Rusia Roja, con el que obtiene una notable popularidad en la capital. En 1931 publicaría también Lo que ha quedado del imperio de los zares.
Conoce a mucha gente con influencia y se codea con personajes de notable interés público, como el torero Juan Belmonte, de quien acabó siendo excelente amigo personal. Su labor periodística, bien estudiada por fin a día de hoy, hace de él un profesional de la crónica y el reportaje, un escritor de vocación que afila su pluma en pro de una información responsable y bien elaborada.
En 1930 levanta el proyecto del periódico Ahora, del que fue primer director. Desde ese mundillo tan especial, contacta con escritores de talla como Unamuno, Maeztu o el mismo Baroja, quienes escriben por esas fechas en el Madrid de las intrigas.
«Cuando triunfa la Segunda República, no tiene dudas. Es, ante todo, un demócrata. Apuesta por Manuel Azaña. Pocos como Chaves Nogales –escribe Cañil en el Prólogo– se habrían sentido concernidos con los tres conceptos clave del pensamiento político azañista posterior: paz, piedad, perdón». Lo cierto es que Chaves frecuentó la tertulia política de Azaña, quien por esas fechas –estamos hablando del segundo semestre del año 1931– alcanzaría, en octubre para ser exactos, la Presidencia del Segundo Gobierno Provisional de la República.
La posición del escritor es la del intelectual comprometido con la verdad, y su libro nos ofrece la descripción cruda de algunas situaciones fruto de la ceguera bélica y el odio desatado.
Parece que Chaves redactó el texto en la primavera de 1937, una vez exiliado en Francia, y su libro viene a ser el resultado de la conjunción ideal de dos técnicas: la periodística, por un lado, y la literaria por el otro. Con estas últimas herramientas, el escritor andaluz tiene la posibilidad de dar a sus crónicas el barniz artístico propio de la novela breve. Y así lo hace, regalándonos nueve historias llenas de pasión, de fuerza y de crudo realismo, un retrato de la España en guerra, de un país amortajado en el odio y la demencia.
Los personajes –algunos ciertamente irrepetibles, dibujados a veces con apenas dos trazos de estilográfica– vienen a encarnar, igual que las máscaras del teatro clásico grecolatino, estereotipos definidos por sus conductas. Los hay salvajes y agresivos, miserables y rastreros, egoístas, cobardes, nobles, bondadosos y hasta geniales por la ironía que muestran en momentos puntuales donde impera un dramatismo de fondo.
Los relatos de Manuel Chaves son crudos por lo que cuentan, por las duras historias que desarrollan los diferentes epígrafes. «Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera», nos dice el sevillano con absoluta convicción. Y en el Prólogo del libro, editado por Espasa en la colección Austral en 2010, Ana R. Cañil nos hace un lúcido y breve estudio del indiscutible valor de Chaves como periodista y escritor.
Ha de quedar claro que, aunque Manuel Chaves posee un talante abierto en lo más íntimo, se define como «un pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática», y exhibe en todo momento las banderas nobles de la imparcialidad y el humanismo, alejándose de la política partidista y aborreciendo, sobre todo, el fanatismo, la brutalidad gratuita y la peste horrenda de la crueldad.
Se nos cuentan historias impresionantes, cargadas sin duda de verdad o, en algunos casos –los menos–, de incuestionable verosimilitud. Y es tan gráfica la prosa que Chaves Nogales utiliza para transmitirnos sus imágenes, que no hay vez en la que el lector se quede sin visionar en su mente lo que las palabras del autor nos describen con la justa precisión del buen escritor de oficio. Diríase que tiene una prosa fácil y muy cinematográfica.
A sangre y fuego es un libro de los que hay que leer, de esos imprescindibles que dejan huella por lo que dicen y por cómo lo dicen. Y ya que hemos regresado de nuevo a la conflagración con la vida tras la tregua estival, nada mejor que abordar estos relatos ubicados en esa otra guerra tan incivil como cruenta de cuyos dramas individuales tanto desconocemos en realidad.
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