Con los últimos calores de septiembre el Maestro los animaba a recoger higos carmesíes, muy propios de aquella región de China. No se trataba de brevas, que allí también brotan más tarde, si no de higos redondos que destilaban almíbares disputados por las abejas.
Cada tarde, al regresar de la charla del Maestro a los monjes del monasterio, los tres se arremangaban sus túnicas, ataban sus mangas con una cinta y se echaban a la espalda cestos de mimbre que habían tejido durante el verano. Salían del recinto del monasterio apoyados en largos cayados y, cubiertos con sombreros cónicos de fina rafia, seguían los senderos menos frecuentados para no coger los frutos que estaban al alcance de los aldeanos.
Una tarde, cuando regresaban cargados y cansados, a Sergei no se le ocurrió otra cosa que gritar “¡Paso! ¡Abran paso!” a una comitiva de paisanos que se dirigían a enterrar a un familiar. El Maestro depositó su cesto en el suelo. Soltó sus mangas y los bajos de su túnica, saludó al cortejo y los acompañó con salmodias y cantos hasta el lugar del sepelio. Con toda la calma del mundo, saludó a los familiares y después regresó para recoger su cesto y dirigirse en silencio al monasterio.
– Alma noble, – musitó Sergei -, lo siento. Pensé que deberíamos estar en el monasterio para la hora de la meditación.
– ¿Y qué hemos estado haciendo, alma de Dios, qué hemos estado haciendo durante todo el paseo? ¿No crees que acompañar en su duelo a una familia es tan importante como sentarse en silencio en la ribera del río?
– A mí me parece que es más.
– Tampoco, Sergei, tampoco es eso. En la dimensión auténtica el más y el menos no existen. Nos organizamos con algunas reglas para facilitar la convivencia. Eso es todo. Las reglas, los horarios y los supuestos deberes ceden ante la espontaneidad del vivir con transparencia y sencillez.
– ¿Para qué existen, entonces, las reglas, Maestro?
– Por causa de aquellos que creen que no son necesarias. Recuérdame mañana que te cuente una historia que le sucedió al Mulá cuando estuvo en Bombay.
J. C. Gª Fajardo