Alrededor de ciertos temas con misterio y morbo, como es el caso de la Francmasonería, suelen arracimarse personajes que opinan enseguida sin tener la menor idea de lo que dicen. El español es muy dado a tener la lengua suelta y la pluma espabilada, y de ahí que cuando se habla de Masonería, no siempre se dice la verdad con las debidas precisiones. Unas veces porque no interesa decirla, y otras porque se han oído campanas y no se sabe dónde.
Es verdad que la Masonería tiene mala prensa en España. Y algo que incrementa mucho la leyenda negativa en torno a la Masonería es el oscurantismo que se produce en el proceso de la comunicación social. Tenemos observado que cuando un miembro de la Masonería ofrece una conferencia —pongamos por caso—, los oyentes salen de la charla con más y mayores dudas de las que tenían al empezar la sesión; incluso en los casos en que se abre turno de preguntas al final, que no siempre pasa. Sería aconsejable hablar al público con llaneza y aclarar las dudas de los ciudadanos respecto a lo que pretende la Masonería (si es que lo sabe quien habla) y a lo que hacen los masones dentro de las logias. Con ese modo noble de actuar no se desvelaría ningún secreto ni se violaría tradición masónica de ninguna clase, como aseguran algunos dinosaurios de la discreción. Sobre todo porque lo que se pueda decir o escribir en torno al tema a estas alturas, seguro que ya ha sido publicado en algún sitio con anterioridad, bien en castellano, inglés, francés o cualquier otro idioma.
Para empezar, puntualizaremos que nos parece inútil intentar ofrecer una definición precisa de lo que es la Masonería. Todos los que escribimos y hablamos sobre el asunto, hemos dado la nuestra propia en algún momento. Y si ahora mismo tuviéramos aquí a una docena de francmasones y les pidiésemos que cada cual diese una definición de Masonería, estamos convencidos de que ninguna de ellas sería coincidente con las demás. Pero aún así, vamos a brindar una definición que nos parece aceptable en términos generales. Diríamos que la Masonería es una institución de vocación ecuménica que ofrece a sus miembros un incentivo elemental para intentar conocerse mejor a sí mismos y para crecer en fraternidad como seres humanos, objetivos que trata de conseguir por medio de la iniciación, de los rituales y de los símbolos.
En la transmisión de estos incentivos, precisamente, es donde permanece agazapado el morbo que la Francmasonería moderna o especulativa ha tenido desde 1717, fecha donde habría que situar, sin duda, el arranque histórico de la Masonería que conocemos hoy. Dar otras fechas anteriores para los orígenes de la Masonería especulativa es entrar en el mundo de la leyenda y la ficción, que no por literaria y atractiva es menos incierta. En 1717, cuatro logias londinenses formaron una federación masónica que se llamó Gran Logia de Londres. Y en ella hay que ver el germen de la Masonería moderna. Cinco años después de esa fecha, en 1723, se publicaron las llamadas Constituciones de Anderson, que son las normas que regulaban entonces el funcionamiento de las logias de masones y sus conceptos y valores esenciales. James Anderson, pastor presbiteriano y doctor en Filosofía, fue uno de los autores esenciales de estas normas. Fue un intelectual destacado en su tiempo y muy respetado en su círculo social. La Masonería se convertía, pues, a partir de 1723, en el lugar de encuentro de hombres de cierta cultura, interesados por el humanismo como fraternidad por encima de las separaciones y de las oposiciones sectarias, que tantos sufrimientos habían acarreado a Europa, durante la Reforma primero y en la Contrarreforma después.
Desde Inglaterra, la Masonería se extiende como una mancha de aceite por toda Europa y América. A España llega con la invasión de las tropas de Napoleón a comienzos del siglo XIX, aunque es verdad que en el siglo XVIII existió en Zaragoza una logia con el nombre distintivo de San Pedro, igual que en Madrid hubo otra con el nombre de San Juan. De hecho, se tiene constancia de que dos miembros de la logia de Zaragoza —Federico Guillermo de Villanova y un tal caballero de Ferrier—, se afiliaron al Grand Chapitre General masónico convocado en París, en la Francia prerrevolucionaria de 1787. Pero no se conocen más datos fiables.
La Masonería se estableció en las colonias inglesas, portuguesas y españolas, y tuvo un papel incuestionable en el proceso de independencia de la mayor parte de los actuales países americanos. Pero no como institución, sino como idea teórica nueva, y siempre a través de los masones que participaron en esos procesos. También tuvo su influencia la Masonería en la emancipación de los Estados Unidos de Norteamérica, no solo por los personajes que intervinieron directamente en ese hecho, sino sobre todo por la influencia cultural y ambiental que ejerció la ideología en las nuevas instituciones sociales y de poder político que se iban creando.
Una de las inexactitudes más habituales, cuando se habla de personajes iniciados en la Masonería, lo vemos en los listados de ilustres, en los que suelen aparecer una retahíla de intelectuales, músicos, científicos y hombres de reconocidos méritos en todos los ámbitos del saber. Son listas que asombran, con centenares de celebridades colocadas una tras otra. Y eso es así, indudablemente. Pero una vez dicho esto, también hay que desmontar y poner en evidencia los muchos yerros que la propia Francmasonería da por buenos con bastante ligereza en estos casos. De esos listados que circulan por ahí habría que sacar de inmediato —porque no fueron masones jamás— a personajes tales como Rafael de Riego, Baldomero Espartero, Pi y Margall, el rey Amadeo I de Saboya, Mendizábal, San Martín, Benlliure, Samaniego, Espronceda, el Duque de Rivas, Mariano José de Larra, Echegaray, Isaac Peral, el rey Carlos III, el Conde de Aranda o el mismísimo Antonio Machado, de quien tampoco hay constancia documental de ningún tipo de que fuera iniciado en las logias.
Aquí, en España, hemos tenido diez presidentes de gobierno que sí han sido masones: Juan Prim, Manuel Ruiz Zorrilla, Práxedes Mateo Sagasta, Segismundo Moret, Manuel Azaña, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio, Ricardo Samper, Manuel Portela y Santiago Casares Quiroga. El asunto lo ha estudiado bien el profesor José Antonio Ferrer Benimeli, dejando constancia de los resultados de sus investigaciones en el libro titulado Jefes de Gobierno masones. España, 1868-1936, publicado en 2007.
Resulta curioso el conteo por oficios o dedicaciones de los masones más célebres y celebrados. Vemos que la mayoría de ellos han pertenecido, o pertenecen, al ámbito de la política, cosa que debería hacernos meditar hondamente acerca del sentido y del rumbo de esta asociación tan peculiar y contradictoria.
La influencia del ideario masónico en la historia del mundo ha sido notable, y nos atreveríamos a decir también que beneficiosa en términos generales. Gracias a ese ideario de búsqueda teórica de la libertad, la igualdad y la fraternidad, se han defendido leyes parlamentarias en pro de los derechos civiles y humanos en muchos países del mundo, y han surgido instituciones beneméritas que se han dedicado a luchar por la mejora de las condiciones de vida de las gentes.
Esta fraternidad, que desde luego no es una secta sensu stricto, ha tenido que soportar el peso nefando de ciertas leyendas negras que se han forjado en torno suyo en diversas épocas. Nos referimos a las hablillas que en ocasiones, y en según qué momentos y lugares, se han dado por ciertas. Se dijo, por ejemplo, que la Francmasonería está estrechamente ligada a movimientos satánicos y anticlericales. Lo primero es falso, y la leyenda deviene del hecho de que ciertas sectas satánicas copiaban en sus reuniones algunos ritos masónicos fundamentales; no entramos en pormenores porque sobre este asunto se podrían escribir enciclopedias enteras. Y en relación al anticlericalismo, es evidente que en España la Masonería sí ha tenido un sesgo anticlerical neto a partir del siglo XIX, y muy especialmente desde los años de la República, en el siglo pasado. No hay más que repasar los documentos emitidos por las mismas logias para apercibirse de ello. La Masonería de hoy mismo, sobre todo las obediencias llamadas liberales, todavía guardan inevitablemente el resabio anticlerical que subyace bajo un pretendido laicismo, amparado a su vez bajo el paraguas generoso del liberalismo ideológico.
Otra de las leyendas negras que ha perseguido a esta institución habla de que las logias son nidos del sionismo judío.
Posiblemente, algunos elementos que se utilizan en ceremoniales masónicos procedan originariamente de ámbitos culturales hebraicos, como por ejemplo el kipá y la menorá o candelabro de siete brazos, pero hay que tener en cuenta que la Masonería es un crisol donde hallamos con facilidad elementos culturales de las más diversas procedencias. La Masonería, contrariamente a lo que se piensa a veces, resulta una institución poco original en lo concerniente a sus rituales y a su simbolismo esencial, pues viene a conjugar en sus tradiciones un sinfín de signos, símbolos y rituales procedentes sin duda de diversas culturas sociales, religiones y cultos.
Las prohibiciones que ha tenido la Masonería desde el siglo XVIII, se debieron en buena medida al choque entre las leyes de la época y la forma de actuar de los masones. La jurisdicción del mal llamado «Siglo de las luces», basada en el Derecho Romano, consideraba que toda asociación o grupo debía estar controlado en sus actividades habituales. Solo así —bajo el control del poder y de su policía— podía funcionar debidamente; si no, era considerado ilícito, y por ende centro de subversión y un peligro para el buen orden y tranquilidad de los Estados. Las políticas ilustradas de los reinos absolutistas intentaron fiscalizar todas las actividades sociales de los súbditos, y a las logias masónicas, por sus peculiares y discretas maneras de actuar, no había quien las controlase. Este mismo fenómeno se ha dado, modificado en tiempo y forma, en los países que han sufrido dictaduras, como el caso de Italia, Alemania, Portugal o España, entre otros. Una inexactitud muy habitual, incluso entre los propios masones, está en creer que las primeras condenas contra la Masonería, en el siglo XVIII, procedían de la Iglesia. En realidad, si el Trono de Roma condena la Masonería es porque otros estados lo habían hecho años antes, y consideraban esta organización como un peligro potencial para la seguridad de sus coronas. Antes de hacerlo la Corte romana, la Masonería fue condenada por Holanda (1735), el cantón de Ginebra (1736), Luis XIV de Francia (1737), los Magistrados de la ciudad de Hamburgo y el rey Federico I de Suecia (1738), entre otros estados y mandatarios. Así que la condena de Roma no fue por motivos religiosos, como se cree, sino por razones de estrategia política.
Otra imprecisión muy común consiste en creer que la Masonería actúa como organización. Lo cierto es que su influencia, cuando la tiene, procede de la tarea individual de cada masón. No es, pues, una influencia directa institucional, sino personal y discreta. De aquí deducimos que la Francmasonería no tiene ningún poder en sí misma, sino aquel derivado del que ostenten o posean sus miembros.
Un aspecto original de la Masonería lo vemos en el hecho de la iniciación, que se realiza bajo el ritmo de un ritual específico. La Orden ofrece al recién llegado las herramientas morales que pueden ayudarle —si él quiere y pone el debido empeño— a encontrarse a sí mismo y a educarse más y mejor en valores positivos. Y sobre todo, a remodelar y potenciar sus buenas cualidades. Aunque para eso, como digo, hay que querer y trabajar con tenacidad, y no todos los masones están por la labor, ni mucho menos, sobre todo porque en las logias nadie obliga al iniciado a llevar un determinado ritmo de avance en su trabajo.
La pregunta subsiguiente es bien clara: ¿qué hacen los masones en las logias? Los masones se forman en las logias, también llamadas talleres o templos, y lo hacen escuchando y hablando, debatiendo temas de interés o analizando los puntos de vista de otros hermanos masones que opinan de manera diferente. Porque hay que decir que los miembros de la Masonería no son doctrinarios, no piensan todos por igual. La gente, desde la calle, cree que sí. Cada uno tiene su manera de pensar y de ver el mundo, y de ahí la riqueza y la pluralidad de la que cada miembro puede y debe aprovecharse.
Los masones ya no construyen catedrales, no hacen planos de arquitectura ni diseñan estructuras como lo hacían en tiempos sus antecesores medievales; ahora se construyen a sí mismos (o eso deberían hacer al menos), puliendo sus defectos y remodelando sus espacios espirituales.
La pretensión de fondo de la Francmasonería es inculcar en sus miembros el amor a lo racional, a la libertad moral de pensamiento y el aprecio de valores tradicionales como la igualdad o la fraternidad entre los hombres y los pueblos.
También se preguntan mucho los profanos —los no iniciados en la Masonería—, si es verdad eso de que esta Orden aspira a gobernar el mundo a través de un sutil tejido de influencias y redes ocultas. Hay que decir con claridad que no. Jamás ha pretendido semejante cosa. La Masonería es una escuela de ciudadanos, un sistema de formación permanente de los individuos. La Masonería no se mezcla en complots ni hace política de partido como institución. Sí que se preocupa, en cambio, de los asuntos de la polis. Es verdad que en el pasado ha cometido errores graves en este sentido, apoyando de forma explícita movimientos políticos de signo republicano radical, pero la esencia filosófica de la Masonería nada tiene que ver con la política ni con la religión. Debe ser una institución del espíritu que intenta extender su influencia en la sociedad para mejorarla. Nada más. Es eso, y ninguna otra cosa. Pero hay que decir, sin embargo, que dentro de la Masonería no todos piensan que la esencia primigenia es algo a preservar; hay logias que sí se vinculan a movimientos con fondo político, o que apoyan actividades que no renuncian a un tinte netamente partidista. La defensa del laicismo, por ejemplo, no está recogida en las esencias fundacionales de la Orden ni en tradición alguna, y en cambio muchas logias hacen hoy bandera y estandarte de este objetivo.
Los masones, como el resto de los mortales, son débiles y de voluntad quebradiza. No podemos pensar en ellos como en una raza superior de seres especiales. Lo que sí se le presupone a un francmasón es el deseo de mejorar, de avanzar hacia el polo positivo siempre. Pero hay que reconocer que en la Masonería no son todos los que están ni están todos los que son.
Y por último, señalar que otra inexactitud muy extendida es la de pensar que los masones son elegidos por su excelente formación cultural o por su poderío económico. En las distintas obediencias masónicas españolas actuales, abundan sobre todo masones de cultura media, siendo el porcentaje de universitarios —diplomados, licenciados y doctores— muy bajo todavía. Cosa normal, por otro lado, si consideramos que la edad media del masón español está hoy en torno a los 51 años de edad.
También es incierta, y no quiero dejar de mencionarlo, la leyenda negra que habla de la imposibilidad de abandonar las logias una vez que has sido admitido en la Orden. Esta creencia echa para atrás los deseos de iniciación de algunos ciudadanos. Dicen que a los masones no se les permite la salida una vez que son admitidos. En realidad, es mucho más difícil entrar que salir. Para entrar en una logia es necesario, aparte de solicitarlo, pasar una serie de cribas y entrevistas —llamadas aplomaciones— que tienen por objeto conocer al solicitante lo mejor posible antes de darle el plácet. La Francmasonería no busca la cantidad, sino la calidad de los individuos. Es evidente que no siempre se acierta, y por eso hemos dicho antes que por desgracia no son todos los que están. Lo que se pretende ver en un profano que busca la entrada es, sobre cualquier otra cosa, interés por su integración en la Orden, ilusión por ahondar en las claves de su crecimiento integral como ser humano y, por supuesto, nobleza de intenciones.
La Masonería española de ahora mismo busca el camino idóneo para reencontrar su lugar perdido en la sociedad, y no sabe bien qué pasos dar para conseguirlo. Los francmasones españoles, legalizados desde 1979, se sienten incomprendidos; pero creo que la culpa de esta desconfianza no la tiene tanto la sociedad como la propia institución, que no siempre ha sabido comunicarse adecuadamente con la llaneza necesaria.
Por otra parte, los masones españoles siguen con el miedo en el cuerpo debido a la injusta y desmedida represión ejercida tiempo atrás en España contra la Orden y sus miembros. Pensemos que el Tribunal de Represión del Comunismo y la Masonería empezó sus labores en 1940, funcionando con excesiva y lamentable eficacia hasta 1963. En una España donde apenas habría siete mil masones, se abrieron once mil expedientes condenatorios por delito de pertenencia. El temor de los masones es un miedo que se entiende bien cuando se conoce la historia pasada. Y los masones de este país no han podido, o no han sabido, sacudirse los recelos.
Se mire por donde se mire, es patente la necesidad que tiene la Masonería de abrir ventanas, de airearse y salir con humildad a la sociedad, sobre todo teniendo en cuenta que ésta se lo demanda poco a poco con un ímpetu creciente.
Después de todo lo dicho, nos podemos preguntar qué significa ser masón. La respuesta es sencilla: ser masón implica, a día de hoy, ser una persona comprometida consigo misma y con la sociedad. Ese compromiso consiste esencialmente en el deseo íntimo de mejorarse en lo personal, en lo particular; y mejorar, con el buen ejemplo y el trabajo, el entorno donde uno vive y desarrolla sus funciones sociales y laborales. Pero claro, todo lo humano es imperfecto, y no siempre los ideales más importantes de las corporaciones coinciden con los hechos de las personas.
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