Cultura

Instructor de dignatarios

Seguían Maestro y ayudante empleando lo más de su día en arreglar el jardín, después de haber pasado tantos días en la montaña. El médico amigo se encontraba camino de Shangai y ninguno de los dos hacía elucubraciones sobre el futuro. Pero la procesión les iba por dentro.

– Maestro – le dijo con mucha suavidad Sergei -. A lo mejor, en los cuentos sucede como en los chistes. Cuentas uno de sordos y salen en ringlera. Si los cuentas de sastres, salen otros tantos.

– Sergei, a ti te gustó el del banquete de Tamerlán y quieres que te cuente otro. Pero lo que no te imaginas es que este otro le sucedió al Mulá el mismo día que acudió el ermitaño y tuvo aquellas palabras, tan sabias, con el chambelán.

– ¡No es posible! – exclamó la liebre siberiana – ¿Dos seres estrafalarios como el ermitaño y un Mulá en un banquete real?

– Como sabes, al Emperador Tamerlán se le achaca su incomprensible amistad con el Mulá Nasrudín, y hasta que le había confiado puestos de gobierno para mortificar a sus ministros. Pues bien, en la noche de ese banquete, las cosas no sucedieron de manera tan arbitraria como podría pensarse. El Emperador le había pedido al Mulá que invitase a la cena a un sabio anacoreta que había alcanzado la iluminación para que les hablase del Camino, del Tao, de la plenitud y de la Nada. Por eso el ermitaño se produjo como lo hizo.

– ¿Y Nasrudín?

– Este andaba tan preocupado porque no había encontrado al santo anacoreta a la entrada de la ciudad, que se vino a palacio con las viejas ropas de capar burros que llevaba. Los invitados lo miraban con asombro y el chambelán lo detuvo cuando se dirigía al puesto de costumbre en el séquito del emperador. ¡Qué pintas llevaría que el chambelán no lo reconoció y lo mandó sentar en un extremo de la mesa! El Mulá no dijo nada. Se levantó y se marchó a su casa, con gran alivio del chambelán.

– Qué extraña conducta en el Mulá… – dijo Sergei que no perdía ripio.

– Ya, ya. Al cabo de una hora, regresó envuelto en una amplia túnica de seda y de oro, con un fajín de damasco púrpura y el turbante cubierto de espléndidas joyas que había «tomado prestadas» en un templo hindú de las cercanías. El Chambelán se inclinó ante el noble personaje y lo condujo hasta el Emperador que lo había reconocido nada más verlo, a pesar de la muselina que desde el amplio turbante le caía por el rostro. Le ofreció el mejor asiento para que se sentase tan noble señor.

– ¿Se acomodó Nasrudín, y le dijo algo al chambelán?

– ¡Quiá! Algo mucho más divertido: se empezó a desnudar y fue colocando la rica ropa sobre el asiento que le habían dado hasta quedar con los pezones cortando vidrios.

– ¡Oh Alá!

– Eso dijo el Emperador que se partía de la risa. ¡Oh Alá! Entonces, ante el estupor de todos los invitados, el Mulá se volvió al emperador y le dijo:

– «Sublime Emir de los Creyentes, Puerta de los Mares y Luz de dónde el Sol la Toma! Aquí os dejo al invitado, pues está comprobado que en Tu Corte no se honra al consejero del Rey sino al vestido que trae puesto. Si es así cómo se gobierna un Reino…

– ¡Qué bárbaro, el Mulá! ¿Y que le dijo el Emperador?, porque ¡menuda crítica!

– ¿Por qué crees que el Emperador lo tenía como consejero en su corte, a pesar de la fama de analfabeto que tenía Nasrudín?

– ¡Porque, a su manera, corregía a los ministros!

J. C. Gª Fajardo

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.