El escritor Isaac Montero, fallecido a los 71 años
Lo llamábamos así: Isaac, a secas, quitándole el Fernando que antecedía a su segundo nombre de pila y el Montero que le servía de apellido.
Murió, de repente, en algún momento de la noche del martes. Fue la del granizo. Había cenado en casa de una vecina, había dado cuenta de una botella de vino y, a eso de las doce y media, se había ido a dormir. Todo, en él, parecía normal.
A la mañana siguiente lo encontró la asistenta. Estaba, yerto, en el suelo de su dormitorio. Vivía solo y murió solo. Acabo de decir una tontería: siempre se muere (y se nace) a solas.
Á‰l era, sin embargo, hombre de muchos amigos, de mucha conversación, de mucha sobremesa. Desde lo alto de su anchísima frente, que la calvicie había ido ensanchando, cincuenta y dos años de intensa fraternidad, interrumpida a veces por exilios y desacuerdos, me contemplan y mueven ahora mi pluma.
Nos conocimos en la universidad, vencido ya el ecuador de los años cincuenta, cuando el antifranquismo de quienes por allí andábamos era caldo de cultivo de amistades que nunca naufragarían al paso de la existencia ni en los inevitables vaivenes de las coincidencias y disidencias ideológicas.
Fue, en mi generación literaria, la del 56, el segundo escritor, en orden cronológico, que se echó al ruedo del papel impreso. Empezó Gonzalo Suárez con un libro de cuentos (De cuerpo presente, como lo estaba el otro día sobre el pavimento de su casa el hombre al que estas líneas sirven de homenaje póstumo) y luego, enseguida, llegó Isaac con un par de novelas cortas.
No voy a glosar su carrera literaria, intensa, fecunda y no siempre bien entendida, porque ya lo hecho en un obituario de El Mundo impreso el crítico y profesor Santos Sanz Villanueva. Estas líneas no quieren hablar del escritor, sino enviar un último abrazo al amigo.
Aquí lo tienes, Isaac.
El martes por la noche había ido yo a visitar a un pariente muy querido y ya muy anciano, y al salir de su casa recordé que es obra de misericordia, y de recíproco consuelo, y de sentido común, rendir eso, visita, a quienes por ley de edad y de estado físico pueden morir en cualquier momento. Pensé entonces, palabra, en Isaac, y me juré que al día siguiente lo telefonearía. Ya no pude hacerlo. Fue una amiga común quien me telefoneó a mí esa misma mañana para decirme que había muerto. Siempre se llega demasiado tarde a las citas del corazón. El suyo, por cierto, estaba ya vapuleado, como lo está el mío. Llevaba un stent. El más allá le había dado tres avisos en forma de dos infartos y un pequeño ictus sin aparente importancia. La tenía, al parecer. Sonó en la noche del miércoles el cuarto trompetazo, y ya no hubo más. Granizaba, ya he dicho. Las mulillas se lo llevaron.
El nombre de Isaac se suma, en mi agenda de amigos, al de otro muertos recientes: Antonio Cabezas, Luis Cencillo, Leopoldo Alas, Juanma González… Esa agenda, de la que voy borrando con tipex los teléfonos prescritos, parece ya una dentadura mellada. Muy mellada.
Ayer enterramos a Isaac en el cementerio civil. No había ido yo a él desde que hace unos años murió Esther Benítez (Tereto), otra amiga de siempre, traductora insigne y esposa del escritor hoy fallecido. Estábamos alrededor de la fosa de éste, mientras el féretro descendía a sus entrañas, muchos de los de entonces.
Alguien lanzó una pregunta retórica:
–¿Quién será el próximo?
Fui yo quien recogí el guante…
–Está aquí –dije–. Entre nosotros.
Morir es el único argumento de la obra. Envejecer, no.
Hasta la vista, Isaac.
15-09-08