“Si te agarro tocando el piano, vas a saber lo que es bueno”, amenazó Andrew Rushing a su hijo Jimmy, porque quería un hijo violinista y cantante. Un tío, Wesley Manning, le enseñó a tocar blues y a cantar Tricks Ain’t Waitin’ No More. El tío pertenecía al mundo de los cabarets y de las minas que bailaban solas, con el cigarrillo entre pulgar e índice, sacudiendo la ceniza con la punta de una uña colorada, y sonriendo al cantante o al trompetista del grupo —por lo general joven y bien armado.
Jimmy le habría hecho caso a su padre si no hubiese visto al tío Wes llegar a casa noche a noche, con el sombrero lleno de billetes verdes de corte mayor a un dólar. Otra lección aprendida del tío fue: the blues has twelve bars. Con eso y las lecciones de las chicas de la zona roja de su pueblo, que escuchaban blues por la mañana y abrían sus ventanas para que todo el mundo compartiera la música, Jimmy Rushing aprendió a tocar el piano y se resignó a que su padre lo corriera de la casa. Al probarle su éxito tocando en la banda del Conde, lo único que obtuvo de su padre fue un comentario: “Well, I guess you’re doing OK.”
Un hito en la vida de Jimmy fue conocer al Jelly Roll: la noche en que lo contrataron como pianista de intermedio para que acompañara a cualquier parroquiano que quisiera cantar, halló que no podía transponer acordes para la voz baja de una muchacha resfriada. Jelly Roll Morton se paró y le dijo “no te preocupes, yo toco”. Grande, Morton—pensó Jimmy desde entonces.
Como sólo tocaba en tres claves, todas las canciones comenzaron a sonarle igual. Ahí decidió que tenía que cantar, trabajando con Carrie Williams, de Chicago. Rushing casi se muere una noche en la que su amiga Carrie le dijo que iría a cantar You Got To See Mama Every Night or You Can’t See Mama At All. La cantó nomás y desde entonces le pusieron el mote hermoso de blues man.
En los Roaring Twenties no había micrófonos. Entonces, a menos que los pulmones del cantante pasaran por encima de los bronces, nadie permitía cantantes. Los megáfonos eran para baladistas como Rudi Vallee y hasta el treinta y tres Jimmy Rushing no cantó más que en lugares pequeños, porque su voz desaparecía en esos salones de baile grandes como la eternidad, donde la danza lo decía todo.
Apareció el Count Basie, para cambiar todo lo que el Jimmy conocía de música. “Basie no sabía de blues”, se quejaba. “Tampoco era ‘Conde’”, añadía entre risas. “Pero aprendió después de escuchar a Pete Johnson y se convirtió en uno de los mejores pianistas de blues. Era cuestión de toque y tiempo”.
Mucho después, Rushing tuvo la chance de ver y oír al Fatha Hines. “Earl Hines es bueno”, decía. “Dirá que no sabe de blues, pero sí sabe porque los toca para mí. Tocaba blues para el Chippie Hill también, así que sabe. Es que a veces a estos tíos no les gusta tocar con ese estilo natural. Creen que tienen que adornarlo para que suene diferente y eso no está bueno. Igual, Earl Hines es Earl Hines, un gran pianista, aunque no quiera tocar blues.”
Su opinión sobre el Conde era la más ácida: “Cuando el bop se cruzó en el camino de Basie, él dejó de tocar; pero puede tocar un montón. Yo digo que se ha vuelto flojo y que se oculta detrás de la orquesta, pero no es cierto. A veces coincidíamos en fiestas, donde nadie lo criticaba y, ¡caramba cómo tocaba! Ese era el verdadero Basie, aunque ahora no quiera tocar así ni por todos los hombres que aterricen en la luna. ¿Y qué si es viejo? Si suena bien, está bien.”
Cuando le preguntaban qué sucedería con el jazz, él contestaba que ya no era parte de un patrón y que, igual, los músicos de jazz no querían ser copias de ese patrón. Tocar como Basie, como el Duque, como el Fatha no era cool. El Jimmy decía que todos trataban de ser tan diferentes que perdían la esencia. “Prefiero que me digan, cada que saco un disco, que suena típicamente Rushing. ¿Y como quién más querían que suene? me pregunto. No puedo ser otro. Ahora, si no vendo y si no gusto, es otra cosa”.
Hasta que se murió en el setenta y dos, Jimmy Rushing siguió hablando del blues como si hablara de su mejor amigo. Leucemia o no, en el hospital Flower Fifth Avenue en Nueva York, se le escuchaba contar la historia de su paso por el blues, desde su primer encuentro, cuando su padre quería impedirle seguir su camino.