Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua. [1535] Edición de Cristina Barbolani. Madrid: Cátedra, 1982.
Juan de Valdés: observaciones lingÁ¼ísticas de un humanista renacentista.
Juan de Valdés, hermano de Alfonso de Valdés (autor de Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, 1527) fue uno de los tantos humanistas de la escuela de Erasmo de Roterdam. Los humanistas no abundaban mucho en España (como no abundarán los ilustrados), pero tampoco eran raros en la iglesia católica del siglo XVI, el siglo de las reformas y contrarreformas. Juan escribió algunos o quizás muchos libros religiosos que no firmó con su verdadero nombre por temor a la policía teológica de la época. A estas malas costumbres sumaba el frecuente pecado de ser un cristiano de sangre impura, lo que en la época significaba tener algún abuelo o abuela judía, musulmana o conversa. También los Valdés tenían algún tío incinerado por la Inquisición. También, como todos los humanistas de la época, consideraban que la tolerancia y la libertad no eran atributos del demonio, como lo afirmarían otros intelectuales de la iglesia, como Santa Teresa y casi todos los políticos españoles hasta el siglo XX, para los cuales la democracia era una ofensa al orden vertical establecido por Dios. Muchos otros continuaron ese desprecio, desde los carlistas hasta Ortega y Gasset, el filósofo más celebrado de España en el siglo XX y autor del reaccionario La rebelión de las masas en 1930.
Debido a este ambiente progresivamente irrespirable, Juan de Valdés fue procesado por la Inquisición; la última vez huyó de España.
Esta idea de fundar una verdad en la razón y no en la autoridad, importada del mundo islámico a Europa por el inglés Adelardo de Bath, tuvo una traducción bastante directa en humanistas como Juan de Valdés: “entender es mejor que creer”. En algún momento se debió descubrir que para esto no sólo la razón y la lógica eran medios legítimos sino también la observación.
Pero Valdés también fue un primitivo e interesante observador de la lengua castellana. Este interés lingÁ¼ístico y sobre todo la observación del idioma popular eran propio de los humanistas y, además, por entonceslas questione della lengua estaban en pleno apogeo en Italia. Por supuesto que Juan de Valdés está más en la línea de los lingÁ¼istas actuales que básicamente observan y procuran explicar un fenómeno y muy lejos de su compatriota Antonio de Nebrija (autor de la primera gramática europea en lengua vulgar) y el inquebrantable espíritu conservador de la Real Academia. El relativismo de Valdés está en consonancia con la tolerancia de los humanistas y en cortocircuito con los puristas prescriptivistas más contemporaneos: “yo uso así para distinguir esto de aquello […] pero si me entiende tanto escribiendo “megior” como “mejor” no me parece que es sacar de quicios mi lengua, antes adornarla con la agena” (162).
Sabemos que los dos géneros literarios de los humanistas eran, no por casualidad, la epístola y el diálogo (veremos la obra de su hermano Alfonso y de un contemporáneo de ambos, Fray Antonio de Guevara, el autor deEpístolas familiares, 1539, que leería el francés Montagne décadas más tarde). Erasmo no sólo era un obsesivo escritor de cartas, sino que esta práctica y este género continúan la línea de Platón, Cicerón y Petrarca.
Valdés descubre el “uso” de la lengua (la lengua hablada, el castellano) y lo contrapone al “arte” lingÁ¼ístico (la gramática, la lengua estudiada, el latín). En la lengua hablada predomina la forma en que es usada. Las normas guían, pero no son suficientes para hablar una lengua. Valdés no sólo usa los ejemplos literarios sino también los refranes populares, coplas, villancicos y romances populares haciendo referencia al mismo Erasmo, quien escribió un libro de refranes en latín (126). Luego usa él mismo varios de su tierra como: “las letras no embotan las lanzas” (127), lo que en Cervantes dejará de ser una aclaración para convertirse en un canon: el hombre de “armas y letras” (un clásico, también, de la realidad latinoamericana del siglo XX.). Entre este cúmulo de curiosidades encontramos uno de los refranes más universales: “Cargado de hierro, cargado de miedo” (176). El editor de 1982 nos recuerda que el mismo refrán se encuentra en la Celestina (XII, pág. 143, Clásicos Castellanos). Otros refranes bosquejan el espíritu de la época tanto como la inherente condición humana: “A quien mucho mal es ducho, poco bien se le hace mucho” (198); Y en la página 257: “Malo es errar y peor es perseverar” (también en la Celestina, del latin “Malum est errare et peius perseverare”).
Por supuesto, en Diálogos (escrito en 1533, publicado en 1737) tampoco faltan los chistes anticlericales, de estilo erasmista: “Vedme aquí, ‘más obediente que un fraile descalÁ§o cuando es combidado para algún vanquete’” (131).
Con frecuencia el autor usa estos refranes para ejemplificar sus reglas gramaticales, porque entiende que son la autoridad del uso (151). Otros refranes populares de la época revelan el etnicismo ignorado en siglos posteriores y sus prejuicios: “fue la negra al baño y truxo que contar un año” (158).
Valdés reconoce que el castellano es una síntesis de lenguas, como la original de España, la de los godos, la del los romanos, el latín, y la de los moros, el árabe (132). Creía que la lengua original de España era la griega (132) o la de los vizcaínos, porque (como pensaban otros) así como los romanos no pudieron someter por las armas a Vizacya tampoco pudieron imponerle su idioma (132).
Valdés era de la idea de que los vocablos envejecen. Como todo humanista de su época conocía Arte PoéticaHoracio (194). Pero unas sesenta páginas más adelante demuestra que aun un humanista de la época estaba atrapado en la idea de pureza y concluye con una afirmación inaceptable para los lingÁ¼istas modernos: cree que el castellano, al ser mezcla de tantas lenguas, no se puede reducir a reglas (153).
No obstante, más allá de estos detalles gramaticales, creo que hay otras observaciones mucho más relevadoras, como lo es cierta distinción social entre las formas del “vos” y de la más moderna “tú”.
Según Juan de Valdés, “también escribimos ya y yo porque la y es consonante” (163), lo que quizás para un lingÁ¼ista pueda ser prueba de la “y” fricativa postalveolar sonora (la Ê’ del “sheismo”). Para mí es otro indicio (no me animo a afirmar que es una prueba) de que el acento de la época, además de la gramática, se debía parecer más al acento rioplatense que al mexicano o, incluso, al castellano hablado en el centro y norte de España.
A la pregunta de ¿por qué se escribe (en el siglo XVI) unas veces omitiendo la “d” en vocablos como tomá, otras tomad, unas comprá, otras comprad, unas comé, otras comed”, la respuesta de Valdés es harto significativa, casi un tesoro histórico:
“Póngola por dos respetos: el uno para henchir más el vocablo, y el otro por que haya diferencia entre eltoma con el acento en la o, que es cuando hablo con un muy inferior, a quien digo tú, y tomá, con el acento en la a, que es para cuando hablo con un casi igual, a quien digo vos” (171).
Esta observación me recuerda mucho a lo que años atrás observé en el portugués de Mozambique. Alguien de una clase superior podía llamar “vocÁª” a un inferior, pero no viceversa (“o senhor JoÁ£o X”). Subvertir este orden clasista, racista y rígidamente colonialista era una ofensa contra el honor de quien estaba un poco más arriba; es decir, era un ataque contra el establishment.
Indicios como el que apunta Valdez a principios del siglo XVI, el siglo de la conquista, parte del Siglo de Oro de las letras y del oro americano, siempre me han conducido a pensar que el cambio de la forma “vos” en España por el “tú” se debió a las mismas razones clasistas y colonialistas. Como había intuido Nebrija en 1492, la lengua es era “compañera del Imperio”.
Tal vez esta distinción lingÁ¼ística pudo haberse acentuado en Cuba y México durante la colonia, lo que no en el Río de la Plata, dado el carácter distinto de los indígenas del sur y del gaucho, que en el siglo XIX sorprendió a Charles Darwin por su incomprensible autoestima a pesar de su pobreza. También Simón Bolívar advirtió esta diferencia que luego fue detestada en el resto de América latina como simple vanagloria argentina: “El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. […] El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey […] El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas” (“Carta de Jamaica”, 1815). Está de más aclarar que todas estas observaciones se refieren al siglo XIX.
En su Dialogo, Valdés se extiende en otros detalles menos cruciales para la vida de los pueblos. Por ejemplo, atribuye el cambio de la “f” latina por la castellana “h” a la influencia árabe (171), cambio frecuente si comparamos el castellano con el portugués o gallego, aunque probablemente el silencio de la ache provenga del vasco. Luego reconoce que evita “gÁ¼erta”, “gÁ¼evo” y prefiere escribir “huerta”, “huevo” porque encuentra feo el sonido “gu” (176). No explica el por qué de la “fealdad” aunque también aquí sospecho que hay otra razón de clase social: como lo demuestran las revistas y los programas de moda, los pobres y todos aquellos que necesitan trabajar para vivir han sido siempre feos, villanos.
Para terminar dejemos una observación a manera de hipótesis para lingÁ¼istas: según Valdés, la palabra latina “ignorantia” en castellano se escribía o se debía escribir “iñorancia” para que se pronunciara igual. Como en toscano “signor” y en castellano “señor” (187). Sin embargo hoy en día no se pronuncia como “ñ” castellana ni como “gn” toscana. Lo cual podría ser un indicio (como cuando observamos los cambios de pronunciación del inglés británico al inglés americano) de que la grafía haya modificado la fonética, es decir, es posible que la cultura escrita, ilustrada, haya sido políticamente tan fuerte como para modificar en algún grado el uso de las mayorías analfabetas, así como anteriormente la escritura debió seguir la oralidad de un idioma consolidado (aunque tal vez Jacques Derrida no estaría de acuerdo).