No encuentro una explicación satisfactoria al hecho de que se asocie el despido del trabajo sin recibir ninguna indemnización con el júbilo. Quizás la explicación de denominar jubilación a ese despido forzoso sin derecho a indemnización por el mero hecho de haber cumplido la edad máxima que marca la ley pueda radicar en que, a partir de ese momento, la persona se libera de la rígida obligación de repetir todos los días del año los estereotipos que son inherentes a cada tipo de trabajo, deja de aguantar la tiranía de sus jefes, o simplemente ya no tiene por qué reír sus ridículas paridas. Otra razón puede deberse a considerar el trabajo como una maldición divina, derivada de nuestro pecado original, y en ese caso la declaración legal de inutilidad laboral al cumplir una determinada edad es lógico que sea percibida como un júbilo.
El problema radica en que, independientemente de las creencias religiosas y filosóficas que cada cual tenga, después de la jubilación forzosa hay que seguir comiendo, llenando de combustible el depósito del auto, vistiendo decentemente y pagando todos los impuestos que los políticos deciden cargarnos a la ciudadanía para que, de ese modo, ellos puedan sufragar sus despilfarros, colocar a sus amiguetes en altos cargos y escalar puestos en la pirámide de cada partido político.
No voy a ofrecer cifras de la cuantía media de las pensiones de jubilación en España, ni cuánto deja de cobrar la persona jubilada con respecto a su salario en activo (el que suscribe perdió más del 50% mensual) para demostrar las piruetas que cualquier persona jubilada tiene que hacer para vivir con un mínimo decoro. A pesar de esos apuros económicos, las actuales personas jubiladas no tenemos otro remedio que considerarnos unos privilegiados cuando pensamos en el triste futuro que les espera a los actuales trabajadores en activo que no pueden pagarse un plan de jubilación privado, a quienes no tienen la suerte de ocupar un alto cargo en algún consejo de administración de alguna multinacional, a quienes no son parásitos profesionales de la política, o a quienes no forman parte del olimpo deportivo.
Aun reconociendo que la situación económica de la mayoría de las personas jubiladas es uno de sus problemas más graves, hay otro más injusto. Me refiero al olvido activo e intencionado a que son sometidas dichas personas por parte de las empresas empleadoras y de una buena parte de sus colegas de trabajo más jóvenes, quienes pronto se olvidan de que están donde están gracias a los esfuerzos de quienes han sido expulsados de su trabajo por haber cumplido la edad reglamentaria, aun teniendo intactas sus competencias profesiográficas y sin preguntarles si deseaban continuar en su puesto de trabajo. Ese olvido te hace sentirte no solo un inútil por imperativo legal, sino además una especie de apestado del que conviene huir para no contagiarse.
En la empresa privada antiguamente había la costumbre de invitar a los jubilados a todos los actos oficiales, se les invitaba al ágape anual de navidad sin hacer distinción entre trabajadores activos y jubilados, o se les regalaba el mismo aguinaldo (la clásica cesta de navidad). Hoy en día esa vieja costumbre ha desaparecido, aunque hay que reconocer que alguna que otra mantiene esa justa tradición. Una de esas excepciones es “Ágreda Automóviles” (seguro que habrá otras desconocidas para mí). Me consta que esa empresa ofrece a todos sus jubilados un carnet que les permite viajar gratuitamente en su amplia flota de autobuses por toda la geografía española, que cada año hacen una misa en honor de los jubilados fallecidos ese año, que les regala anualmente una cesta navideña y que, además, los invita a una comida fraternal en un lujoso restaurante. Probablemente, Ágreda Automóviles sea una excepción, pero al menos hay una que respeta a sus trabajadores jubilados y que les recompensa por los servicios prestados.
En la empresa pública, en cambio, existe un doble criterio moral: a) si un funcionario jamás ha criticado a la institución y se pasó su vida laboral riendo las gracias a los altos cargos, es probable que después de jubilarse sea invitado a algunos actos oficiales, o que incluso se le haga emérito; b) si un funcionario fue crítico durante su vida laboral, no solo con la institución sino también con sus colegas e incluso consigo mismo, nada más jubilarse es condenado por los órganos de gobierno al más vil y terrible olvido. Y, como consecuencia de ese ambiente putrefacto, sus colegas más jóvenes no se dignan preguntar a ese puñetero y crítico compañero jubilado cómo está, ni le invitan a tomar un café de vez en cuando. Quizás el motivo de ese olvido por parte de los colegas más jóvenes sea debido al temor de que quienes ocupan las poltronas de gobierno puedan convertir su ascenso profesional en una ligera carrera de obstáculos si se enteran de que mantienen contactos con aquel funcionario que se caracterizaba por criticar a los trepas de turno (muchos de ellos convertidos hoy en altos cargos nombrados a dedo).
Me resultaría muy fácil narrar aquí la asquerosa actuación de la junta de gobierno de la Universidad de Zaragoza cuando llegó el momento de mi jubilación forzosa, o el olvido total con respecto a mí de ciertos colegas a las y a los que ayudé en demasía para que alcanzaran el puesto que hoy ocupan. A pesar de que me apetece contarles a ustedes esos comportamientos no lo haré, ya que me vería obligado a tener que citar nombres y apellidos concretos. En cambio, resumiré la reacción del claustro de una de las Escuelas de Magisterio de Madrid (concretamente, la situada en la Avenida Islas Filipinas) ante el ofrecimiento que José Luis Sampedro le hizo cuando fue jubilado como Catedrático de Economía de la Universidad Complutense por haber cumplido la edad reglamentaria. Para ello, copiaré textualmente la conversación mantenida por el profesor Sampedro con el cardiólogo Valentín Fuster (La Ciencia y la Vida, Plaza y Janés, 2008, págs. 147 y 148).
“Al retirarme, se me ocurrió ofrecer mis servicios a la Escuela de Magisterio que estaba muy cerca de mi casa. No pedía sueldo, ni impartir una asignatura del plan de estudios. Simplemente ofrecía mis conocimientos como voluntario a quienes también voluntariamente quisieran adquirirlos. En aquella época no se enseñaba economía en el bachillerato y los maestros no tenían idea de esa materia, de modo que me pareció útil enseñarles lo más elemental. Lo único que necesitaba es que me habilitaran un despacho, aula, o el lugar que estimaran oportuno, para que tanto alumnos como profesores interesados en algún rudimento de economía, tuvieran la oportunidad de consultarme. ¿Sabes cuál fue la respuesta? Que para impartir enseñanza en el centro, debía hacer oposiciones. ¡Imagínate, Valentín! Naturalmente, contesté que ya había aprobado tres oposiciones, siendo la última de catedrático de universidad, lo que me parecía suficiente prueba de competencia docente. No sé si la verdadera causa radica en la rigidez del reglamento, en la burocracia, en la falta de voluntad, o en la envidia del profesorado de esa escuela universitaria, pero el caso es que me rechazaron”.
No sé si a ustedes les habrá parecido insólita esa negativa del claustro de profesores de esa Escuela de Magisterio. Sin embargo a mí, que he pasado por todos los estamentos docentes de otra Escuela de Magisterio y que, por lo tanto, conozco bien la catadura moral y profesional de la mayoría de sus profesores, me parece totalmente lógico y coherente que no le concedieran al profesor Sampedro esa posibilidad de enseñar gratis y de forma voluntaria a quienes quisieran aprender los rudimentos de la economía. Antes de dar fin a este artículo, quiero hacerles saber que unos años más tarde el profesor Sampedro hizo una proposición semejante al gobierno del minúsculo país que es Andorra y le dieron el visto bueno sin hacerle ninguna pregunta. Durante los años en que la salud se lo permitió, impartió un seminario todos los veranos, al que acudían estudiantes y brillantes profesores de Economía de medio mundo.
SANTIAGO MOLINA GARCÁA