Vi hace tiempo unas imágenes televisivas que me impactaron vivamente. Se trataba de una pobre mujer, enferma mental, recluida en un centro psiquiátrico. Hacía gestos raros y parecía hablar sola. Los periodistas la estaban grabando a través de una ventana y hacían comentarios sobre ella, sobre su enfermedad. Las imágenes, en verdad, no tenían nada de escandalosas. Todos los días se ven en la pequeña pantalla imágenes más violentas y desagradables. Lo que me resultó extraño es que los periodistas hablaran de esta mujer como zoólogos que estuviesen comentando las reacciones de un animal enjaulado. Se olvidaba, se pasaba por alto por completo su carácter de persona. Era una simple imagen que sirve para remover sentimientos elementales y primarios, que da lugar a comentarios fáciles y a polémicas insustanciales. Luego me enteré —ingenuo de mí— que era la propia víctima quien había vendido su imagen a la cadena televisiva. Lo cual, en lugar de refutarme, me ratificaba en mi primera impresión: nadie considera ‘humana’ esta imagen, ni siquiera su propia dueña.
Lo que parece una anécdota puede conducirnos a conclusiones más amplias. Vamos a un mundo que multiplica las imágenes, las réplicas de la realidad. Eso es cada vez más fácil con los fabulosos medios tecnológicos de que disponemos. Y esas imágenes, en la mayoría de los casos, terminan por tener un valor mercantil. Se compra y vende todo. No importan los viejos conceptos de dignidad e intimidad.
Podemos dirigirnos a una civilización que sea un mundo brillante pero dramáticamente vacío, donde un utilitarismo ciego y un esteticismo sin sustancia puedan enterrar el concepto de persona como un trasto inservible. Otros temas como el uso científico de los embriones, el aborto, la eutanasia pueden ponernos a la entrada del mismo laberinto. El valor de la vida humana, la sacralidad (aunque sea una sacralidad secularizada, pero que no abandona el concepto de trascendencia) de la vida humana es la clave de la bóveda que sostiene todo este edificio que llamamos Occidente. ¿Puede sostenerse el sistema como mera imaginería, como ficción mercantilista? ¿Puede sostenerse el edificio si volatizamos sus cimientos?
Para explicar lo que está ocurriendo tomo prestado el título de un libro de C. W. Lewis (famoso, por cierto, como autor de «Las Crónicas de Narnia», recientemente llevadas al cine), escritor inglés, amigo de Tolkien y profesor de Oxford, que se convirtió tardíamente al catolicismo. Su libro, como este artículo, tiene un título nada optimista: «La abolición del hombre».