En la vieja Praga de principios de la pasada centuria,un hombre flaco, endeble en apariencia, bien vestido, de tez melancólica y de origen judío, parece vivir a resguardo de sus demás congéneres, refugiado permanentemente en sí mismo, poseedor de unos ojos grandes y alertas, y una mirada viva, directa, casi de visionario. Hasta hay quien veía en la expresión de sus ojos un pozo de tristeza, de amarga melancolía, de irremediable resignación a todo aquello que le venía en contra. Otros, en cambio, la interpretaban como una expresión insondable, de rigurosa quietud y de un vacío inverosímil.
Este hombre, de elementales costumbres y modales ejemplares, no era otro que Franz kafka, funcionario en las oficinas de Seguros de Accidentes de Trabajo, y escritor en horas intempestivas. A la vuelta del trabajo, y después de comer casi sin intercambiar palabra, o lo necesario con sus familiares, se retiraba a su habitación, y echado en el sofá permanecía con la mirada puesta en las luces y sombras proyectadas por la luz eléctrica de la calle, que terminaba reflejándose en el techo de la habitación. Por último, dejaba el sofá, se acercaba a la ventana y se asomaba, contemplando de un modo meticuloso todo cuanto se entreveía en el naciente crepúsculo, o llevado por una cierta melancolía,le daba por fijarse en el semblante de los transeúntes – como si se encontrase ante un desfile de máscaras.
Sabía perfectamente que precisaba de la soledad, de horas de aislamiento sin la presencia de los demás, para llevar a cabo cualquier proyecto literario, cualquier idea que tuviera que ver con la escritura, en la literatura como un «modus vivendi» permanente.
Para Kafka, la soledad era el estado natural del animal condenado que se encierra en la madriguera, y que no se le echa en falta. En momentos de desaliento, Kafka sentía una repulsión hacia la vida, y buscaba entonces más que nunca la soledad y el silencio, como si desde su interior escuchase una voz que le instigara a ello, a encontrar ese inmaculado silencio, esa paz conventual que tanto anhelaba. Había llegado a sentir aversión hacia su cuerpo, como si fuese un obstáculo para su desarrollo intelectual y moral. Le resultaba extraño, desconocido, imaginando en su interior un animal, un ser irracional monstruoso, que podía ir desde un repugnante insecto a un ratón de alcantarilla. Horrorizado notaba, que esas bestias estaban ocultas en su interior, llevándolo al escalón más inferior de lo irracional, traspasando el nivel de lo considerado humano hasta la más absoluta oscuridad.
La mañana de domingo del 17 de noviembre de 1912 se encontraba en la cama, encerrado en su cuarto, poco satisfecho con lo que llevaba escrito de la novela «El desaparecido». A ello, se añadía, la ansiedad creada por la falta de correspondencia por parte de su amada Felice Bauer, y la sensación angustiosa de un marginado del mundo. En aquellos instantes,cuando más era su sentimiento de fracaso, y sus visiones de un alucinado, llegando incluso a perder por completo la dimensión humana, comenzó a tomar forma la idea de un relato que estaba ocupando su mente desde hacía algún tiempo. Aquella misma noche se puso a escribir sin desfallecer lo más mínimo: se trataba de «La metamorfosis», una de las narraciones más extrañas y famosas de la literatura del siglo XX, comprometida con la convulsa complejidad de la conciencia humana.
Mientras no paraba de escribir en su madriguera nocturna, quitándole horas al sueño, Kafka fue descendiendo a un submundo en el que nadie había penetrado antes. Dirigido por su lucida imaginación, cedió a la metamorfosis de su propio cuerpo, como si mientras escribía, se estuviese convirtiendo en un revulsivo y enorme insecto.
Llevado de ese fervor sin par por la escritura, y por la monstruosa idea de acarrear un animal en su interior, acaba encontrándose – como ante un espejo – cara a cara con Gregor Samsa, el protagonista de su nuevo relato, y para muchos, su «alter ego». Se trata de un viajante de comercio, puntual y disciplinado, que esa misma noche no ha dormido bien, y ha experimentado unos sueños inquietantes y extraños. Por la mañana – una mañana de invierno fría y lluviosa – al despertar nota que su espalda es dura como un caparazón, y en vez de piernas tiene innumerables patitas que no dejan de agitarse desesperadamente. Sin embargo, esa transformación inaudita, ese sentirse un animal irracional, sólo afecta a su envoltura corporal. Por dentro, Gregor Samsa sigue siendo un ser humano con conciencia y entendimiento, que reflexiona, reconoce a sus familiares, y no deja de ser dueño de los sentimientos propios de cualquier hombre.
Pero lo que resulta más atroz, más demoledor, es que tal fenómeno que acaba de operarse en su organismo no es un mal sueño: es un acontecimiento real, y en su habitación se hallan los mismos objetos que en la de su creador: el armario con sus trajes, el escritorio, y el sofá, las luces de la calle que van a reflejarse en la parte alta de la habitación, el retrato femenino recortado de una revista ilustrada, y la lluvia lenta y plomiza que no para de caer de un cielo negro. Pese a todo, Gregor Samsa no se aturde ni se aflige; más parece que la transformación llevada a cabo, es algo programado para él sólo.
Aunque, pronto, su naturaleza bestial va ganando terreno, y su voz todavía medio humana, se torna animal en su totalidad, adaptándose definitivamente a su nuevo y monstruoso cuerpo. Y, a medida que pasan las horas, cualquier ruido le sobresalta, y le lleva de inmediato a refugiarse debajo del sofá, y a arrastrarse entre el polvo que va acumulándose y la suciedad en la habitación.
A su vez, el mundo que hay por fuera de la ventana parece desvanecerse en una niebla aterradora, reduciéndose a la monotonía de la lluvia en los cristales, a la luz eléctrica de las farolas de la calle con sus reflejos fantasmales y al transcurrir del invierno, Gregor Samsa se ha convertido en una criatura monstruosa por fuera, y humana en su interior. Ya sólo hay tinieblas en torno suyo, la puerta permanece cerrada con llave, y la habitación se ha convertido en una celda opresiva, en un lugar de encierro, de igual modo que Kafka soñaba con permanecer encerrado en un sótano, entregado a la escritura, acompañado de una lámpara, una mesa, papel y pluma, como un animal, ausente de todo y de todos.
Para sus padres y su hermana, ese animal depravante continuaba siendo Gregor, por lo que su hermana Greta, que se ocupaba de su alimentación, consideró durante bastante tiempo que el bicho era Gregor, y había que seguir tratándolo como miembro de la familia. Pero, finalmente, la propia Greta llega a la penosa conclusión de que el animal no esverdaderamente su hermano, y hay que deshacerse de él. Y, es entonces, cuando se plantea un dilema vital: si el monstruo es Gregor, entonces es culpable por no haberse sacrificado, y , si, contrariamente,no lo es, merece su exterminio sin género de dudas.
Recluido y apartado, y pese al distanciamiento que va creándose con sus padres y su hermana, no deja de conservar el lado humano a pesar de que sus días parecen contados. Al día siguiente, la criada, al abrir la puerta de la habitaciÁ²n, lo hallará muerto, entre un montón de polvo, papeles rotos, restos de comida, … como un desecho más.
José Luis Alos Ribera