‘El futuro llegará cuando tenga que llegar’, solía decir Dionisio mientras se pedía otro vino, ‘hay que saber vivir hoy, el presente, todo lo demás son pamplinas, envido a grande’.
El bar de Paco estaba vacío, como casi siempre, tan solo la mesa de la esquina, la que estaba situada junto a los servicios, en la que Dionisio, el marqués, el cura y don Pablo jugaban su partida de mus de todos los días.
Paco releía un periódico atrasado mientras hacía cuentas sobre la rentabilidad que le iba a sacar a la cabra que se acababa de encontrar en el monte.
‘Pero hay que pensar en el futuro, Dionisio, quiero el envite’, replicaba el cura como si estuviera en plena homilía, ‘no olvides que en esta vida estamos de paso, que la importante es la eterna, ¿cinco a chica?, ¡órdago!’
‘¡Vaya con el cura!, pero no le han dicho a usted que mentir es pecado, y que no se puede ir de farol, quiero el órdago, cuatro pitos, je je, ¡a ver cómo mejoras eso!’, sonreía el marqués mientras se felicitaba con Dionisio.
Un día más de anodina rutina, de dejar pasar los días sin mayor horizonte que el día siguiente, unos aguardando a la vida eterna, otros a la partida del día siguiente, y los más agoreros a la muerte, la única que nunca falta a su cita.
La rutina se apodera de la vida y no la deja respirar, y sólo se puede huír de ella a través de los sueños, buscando un objetivo que perseguir y nunca alcanzar, una quimera utópica que nos pueda reportar ilusión a la que aferrarnos.
Porque si no lo hacemos así, ¿qué nos queda más que la rutina?