Cultura

La cabeza del visir, de Joaquín Leguina

Del libro «Viena» de M.A.R. Editor

Viena, de M.A.R. EditorEn el Museo Histórico municipal de Viena existe un pabellón dedicado al sitio al que fue sometida la ciudad por los turcos, en los primeros días de julio del año 1683. Dos meses después, el doce de septiembre, las tropas imperiales, mandadas por Carlos de Lorena, junto con las polacas de Juan Sobieski, su rey, derrotaron a los sitiadores a las puertas de Viena.

El Gran Visir, Kara Mustafá, había instalado allí veinticinco mil tiendas de campaña para alojar, en las más suntuosas, a los jefes de su poderoso ejército y con ellos a las mil quinientas concubinas que los acompañaban, custodiadas, eso sí, por setecientos eunucos africanos. La afición otomana por la desmesura se mostraba en los surtidores y baños que el Visir había hecho construir. También en los cuarteles, levantados con prisa, pero con opulencia.

Derrotado el Gran Visir y levantado el sitio de Viena, mientras los soldados de Sobieski se dedicaban al pillaje comenzando por la tienda exuberante de Kara Mustafá, éste, acompañado del resto de su ejército, huía hacia el sureste, pero los tenaces jinetes polacos lo alcanzaron en Gran, donde sufrió su segunda derrota.

Humillado, pero superviviente, huyó de nuevo junto con sus parciales, rotos y cabizbajos, siguiendo el curso del gran río, el Danubio, que le estaba siendo tan ingrato. Ya en Belgrado, por fin seguro entre los suyos, le dio alcance su destino. «La sombra de Dios sobre la tierra», el Sultán, su señor, había enviado hasta allí desde Estambul a un emisario, provisto de instrucciones precisas.

Una vez en presencia del Visir, el emisario del Sultán le entregó una cinta de seda azul. Bien sabía Kara Mustafá lo que aquello significaba. Con cintas así se construían los lazos que servían para estrangular a los grandes de la Media Luna caídos en desgracia. El Gran Visir solicitó un momento y ordenó extender la alfombra de las preces. Luego se arrodilló sobre ella para rogar a Alá, antes de entregarle su alma dolorida. «Sentirse traicionado por los súbditos, por los inferiores, es doloroso, mas previsible -pensó Kara Mustafá- pero verse, burlado, preterido y humillado por aquél a quien se han dedicado afanes, trabajos y vida, a menudo con las armas en la mano, resulta insoportable. Merece, en efecto, la muerte. La muerte del fementido, la del Sultán. Por eso él me manda matar y me ordena morir. Porque en este trance no podría soportar la mirada de quien lo sirvió con lealtad, aunque el azar le fuera inconstante. La grandeza de un hombre se muestra no sólo en la batalla y en la victoria, que tiene siempre muchos padres, también en la derrota, con la piedad que debe ser constante compañera de la amistad. Empero, bien se ve, la huérfana derrota es en el corazón de los poderosos buena excusa para el abandono de toda compasión. El poder sumo no admite compañía ni diálogo, sólo la lisonja y el miedo. Atemorizar, ésa es la norma permanente de quien no precisa de razones o argumentos. ¿Cómo he podido ser tan necio y llegar a pensar que entre él y yo había algo más que un interés bastardo? ¿Cómo no haber imaginado que él aguardaba precisamente este momento para deshacerse de mí?»

Kara Mustafá se levantó, y le aproximaron un sillón repujado. Sentado en él, las manos cruzadas sobre el pecho, reclinó la cabeza en el alto leguinarespaldo y ofreció su garganta al verdugo. Apenas llegó a oír la voz que a sus espaldas pronunciaba las palabras rituales: «Ahora es preciso morir».

Décadas más tarde, cuando las tropas imperiales y cristianas conquistaron, al fin, Belgrado, buscaron la tumba de Kara Mustafá para exhumar su cuerpo. Separaron la calavera del resto de sus huesos y se la llevaron hasta Viena como trofeo de guerra. El viajero que visite en Viena el Museo de la Ciudad se encontrará con esa calavera y quizá la confunda con la de otro derrotado o con la de uno de los muchos prisioneros que, convertidos en esclavos, fueron encerrados en las tiendas-prisión que el Gran Visir había levantado con otras intenciones a las puertas de Viena. Pero no, aquella cabeza, aquellos huesos que perviven separados de sus pares y que pertenecieron al cuerpo del Visir, pretenden recordar una victoria en la cual no hubo sólo espadas y cañones, también la cruz movió montañas, empuñada por Abraham de Santa Clara, más partidario de la artillería que de las plegarias, o por el capuchino de Friuli, Marco d’Aviano, que con sus arengas movió los corazones, las manos de los mílites que empuñaban las lanzas y también las horcas donde colgaron a los infieles, y todo ello en defensa de Dios. El Dios único, que por fuerza habría de ser el mismo cuya «sombra sobre la tierra» ordenó dejar sin aire los pulmones que, bajo el pecho valeroso del Visir, lo demandaban con apremio en los momentos angustiosos que precedieron a su muerte.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.