Cultura

La confirmación de lo efímero.

No es la primera vez que escribo sobre mi concepción efímera del pensamiento, el arte y las relaciones interpersonales. Las dos primeras posturas las he trabajado, sinceramente, con mayor ímpetu que la tercera -hecho que no implica que vuelva a ellas en el momento que considere adecuado-; en esta ocasión, pienso volcarme en la tercera de las concepciones de la efemeridad, la que atañe a los seres humanos y la multiplicidad de relaciones que se establecen entre ellos.

En primer lugar, estableceré un nuevo concepto, ‘algo’ que he ido pensando a lo largo de los últimos meses y que pienso plasmar aquí a modo de información adicional*; este pensamiento incluye una noción matemática que, lejos de tener que ser comprendida en su base, implica y explica el número de relaciones que se establecen entre un individuo y un conjunto finito de los mismos. Si tomamos un conjunto de individuos, el número de relaciones posibles entre éstos obedece a lo que se denomina el conjunto partes del conjunto, cuyo cardinal (es decir, número de elementos) es igual a 2^n, siendo ‘n’ un número natural, incluido el cero. De ahí se deduce directamente que si en un conjunto no hay individuos, n=0, por lo que el cardinal 2^0= 1, es decir, una relación, que matemáticamente se corresponde con el conjunto vacío -llevarlo al plano de las personas es evidente-. Cuando n=1, el número de relaciones es dos, es decir, la relación que el individuo tiene consigo mismo y la relación que ese consigo mismo tiene con el individuo. Cuando n=2, el número de relaciones son cuatro: cada individuo consigo mismo, el consigo mismo respecto a cada individuo, la relación que va del primer individuo al segundo y la relación que va del segundo individuo al primero. Así hasta el número de individuos que se desee (por ejemplo, en una familia con padre, madre y tres hijos, existen un total de 32 relaciones, es decir, 2^5).

Punto y aparte. Cuando miento la efemeridad en las relaciones personales me remito a una analogía muy similar a la del arte, pues concibo el arte como algo que debe ser perecedero, caduco, tener una fecha límite, una muerte que sirva como incentivo para vivir la obra con todo el poder de la voluntad, al igual que la muerte nos impone un final para que, en nuestro estado de consciencia, vivamos intensamente cada momento de nuestra vida. Un ejemplo claro es aquel enfermo terminal, a quien le pronostican pocos meses de vida, dedicando éstos a vivir la vida con todo el frenesí, la pasión, la voluntad y el sentimiento que sus fuerzas pueden dar. Como dilucidó Simone de Beauvoir en «Todos los hombres son mortales», si no existiese un fin a nuestras vidas, no tendríamos una motivación por ser-y-estar activos en ellas, pues todo podría ser relegado a un certero mañana.

Vemos un caso mucho más actual y menos filosófico en las personas que están paradas. Cuando disponen de todo el tiempo para su actividad de ocio o sus labores personales, no encuentran la voluntad para realizarlas; sin embargo, cuando están en activo, luchan fervientemente por ese momento, corto y efímero, para volcar toda su voluntad en sus quehaceres y su ocio. No se disfruta del ocio siendo ocioso.

Ello inmiscuye también a las relaciones personales. La que uno tiene consigo mismo, recíproca, es menester de la propia conciencia y consciencia, su propia percepción y apercepción de lo que ambos esperan -y se exigen- de sí mismos. Sin embargo, cuando las relaciones son interpersonales, la efemeridad debería imperar sobre el sentimiento volitivo de que ciertas relaciones, por intensas que sean, deben tener una muerte, un final cercano, despertar en la voluntad la intensidad del sentimiento por vivir y aprender, tanto de forma positiva(1) como de forma negativa(2) todo lo que los demás pueden darnos de sí mismos, pues, ¿qué afán encontramos en las relaciones interpersonales duraderas, estables, continuas y sin fecha final? El mismo sentimiento que tendría la vida si ésta jamás acabase: el aburrimiento, el tedio, el hastío; en definitiva, coleccionar recuerdos entre tantos otros, como quien guarda objetos en una caja olvidando la fuerza que tuvieron en su momento.

Y cuando hablo de aprendizaje positivo(1), me refiero a lo que una persona, en un simple instante discreto del tiempo, puede enseñarnos, o mejor dicho, aportar a nuestro crecimiento personal. Análogamente, hablo de aprendizaje negativo(2) a lo que una persona, en un mismo instante discreto del tiempo, es capaz de aportar a nuestro crecimiento personal bajo la forma del no-ser-o-actuar. Es ahí donde mi pensamiento de la efemeridad en las relaciones interpersonales alcanza su mayor importancia: aprendemos y aprehendemos de toda relación (descrita en el segundo párrafo de este texto) si sabemos extraer de ella, bien pronto, lo que ésta contribuye a nuestro ser-y-estar. Esos instantes, que a veces duran segundos, otras veces minutos, otras veces horas, días, meses o años están ahí para que los vivamos con la máxima intensidad, con toda nuestra voluntad, sabiendo a priori que son relaciones que tienen un fin, y que es este fin, breve y efímero en sí, el que nos sirve de motor para arrancarle a la vida el máximo fruto de su esencia, la virulencia de las emociones y los recuerdos imborrables que aún son capaces de estremecernos en nuestro propio soliloquio.

Son estos motivos y razones los que me hacen optar por las relaciones efímeras, aquéllas que empiezan con fuerza y acaban, en un lapso corto de tiempo, con toda la virulencia de nuestro instinto. Existimos en una multiplicidad de relaciones, a cada cuál más amplia, sobre la base de 2^n, por lo que la concepción de una relación interpersonal que no es efímera, sino que por el contrario, es constante y perenne, ahoga al espíritu y embota la mente, convirtiéndonos en autómatas ilusos, colocándonos a la base de la creencia en quimeras que sólo aplastan al ser-y-estar en la monotonía y el vacío, viviendo de las relaciones como un hábito fisiológico que nuestro organismo obliga a ejecutar a diario, negándonos la sorpresa, olvidando la ilusión de la primera vez y el dolor de una despedida temprana. La vida es arte, y por ende debe ser efímera, como tal, pues es en base al conocimiento de que todo perece, y al ser posible, pronto, donde se aprehenden las mayores enseñanzas de la vida y los momentos más intensos de la misma, sintiendo el desgarrador consuelo y desconsuelo que otorga la comprensión final de que lo más ínfimo puede tener un valor supremo; valor que sólo reconoceremos una vez asumida la caducidad de éste.

«Amar y odiar sabiendo que no habrá un mañana».

Sebastián Agulló

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.