Una de las más conocidas y grandes librerías españolas anunciaba, hace unas semanas, la venta de un lector electrónico “por sólo 119 euros”. Con la compra del eReader, el comprador se lleva gratis la descarga de La casa de los espíritus, de Isabel Allende, en formato eBook. También incluye el libre acceso al Diccionario de la Real Academia, la descarga gratuita de más de 60.000 libros en soporte digital, conexión Wifi, acceso a los libros desde otros dispositivos y “a la mayor comunidad de lectores de habla hispana”.
Al bucear en el buscador, sorprende la ausencia de autores como Albert Camus y Ernest Hemingway en el catálogo de narrativa en soporte digital. Aunque uno quisiera pagar por descargar obras de autores fundamentales del siglo pasado, tendría que comprárselas en soporte papel para poder leerlas porque no están en el catálogo.
Un libro de papel en edición de calidad puede costar más de 25 euros, como las novelas del autor norteamericano Jonathan Franzen, de más de 500 páginas. Sus obras no están disponibles en soporte digital y castellano. De Michel Houellebecq sólo se puede descargar El mapa y el territorio, que le dio el premio Goncourt, por 15 euros, cuando cuesta 20 en papel.
El consumidor no encuentra lo que busca en soporte digital, o los encuentra muchas veces a precios que en poco se diferencian a los de formato papel. De las descargas gratuitas, 30.000 están en inglés, 1.700 en francés, 1.100 en alemán… y menos de 300 en español, la lengua madre de la mayoría de los clientes. De no adecuar este catálogo al mercado local y poner a disposición del consumidor obras que cualquiera esperaría encontrar en una librería, se sentirán engañadas las víctimas de semejante operación de marketing.
Han proliferado sitios de descargas gratuitas, muchos de ellos con limitaciones similares a las de grandes negocios en Internet. También se han creado sistemas alternativos llamados peer to peer, persona a persona, que comprometen cada vez más al usuario ante el endurecimiento de las leyes contra las descargas ilegales. Algunos expertos las desafían al argumentar que no se trata de descargas con fines comerciales, sino de nuevas formas de compartir cultura con personas de afinidades similares. El usuario cuelga sus obras escaneadas para que otro usuario las descargue. Muchos escritores y artistas se oponen con el argumento de que nadie pagará por sus productos, de los que dependen para subsistir.
Dentro del mundo de la cultura hay quienes piden que los precios del mercado se adapten a la economía del público y a la demanda real, y que se pongan en marcha sistemas inteligentes de compra de música, películas, series o libros. Las tecnologías podrían facilitar este proceso si las productoras y distribuidoras se adaptaran a la realidad de eReaders, Tablets y de otros aparatos con conexión a Internet para la descarga de sus productos.
Hay personas dispuestas a pagar un precio razonable por ellos, y quizá lo harían incluso quienes se han acostumbrado a una cultura de la gratuidad. Pagarían un precio justo por lo que compraran, cosa que no ocurre ahora con la música, las películas y los libros, quizá por un poder excesivo en manos de intermediarios que aún controlan el mercado al encargarse de promover a los artistas en sus campañas, giras, conciertos y lanzamientos al mercado. Muchos artistas ya asumen esa promoción por medio de community managers que difunden sus campañas por blogs, páginas web y redes sociales como Facebook y Twitter, o utilizan MySpace para compartir algunos materiales de forma gratuita y darse así a conocer.
El derecho de las personas al acceso a la cultura no obliga a los artistas a regalar el fruto de su trabajo. Pero el derecho de los artistas a una contraprestación por su producto tampoco justifica abusos de campañas engañosas de marketing a manos de intermediarios que controlan el negocio y mantienen los mismos precios. Se pone una carga excesiva sobre el cliente, obligado a elegir entre desentenderse del mundo de la cultura, en detrimento de la sociedad, y buscar maneras de darle la vuelta al sistema. Se puede aprovechar tanta tecnología para facilitarles la vida a las personas y cumplir con la “ley de la oferta y la demanda” que muchos mercaderes se saltan aunque luego digan defenderla.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)