Hay edades que tiene buena prensa, que lucen con prestigio. La antigÁ¼edad rendía un respeto especial a la ancianidad, la edad que con su poso de experiencia y equilibrio era sinónimo de sabiduría. La literatura clásica está repleta de ejemplos de respeto reverencial a la ancianidad. Los tiempos recientes descubren la juventud como valor supremo. La palabra “joven” aplicada a cualquier cosa -moda, estilo, mentalidad, lo que se quiera- está repleta de connotaciones positivas. Todo lo que es juvenil es bello, es vital, es admirable en sus posibilidades, es incluso justificable en sus excesos.
Se mantienen hoy en día estas dos tendencias. El Estado, las organizaciones, las empresas ofrecen ventajas y privilegios tanto a jóvenes como a mayores. Los ayuntamientos organizan cursos y escuelas-taller para los jóvenes y excursiones y actividades recreativas para los mayores. En las fiestas patronales, en las ferias no falta el “día del mayor” o una actuación de música cañera pensada para los marchosos jovencitos. Lo mismo, o cosas parecidas, puede decirse de las ofertas de las empresas, instituciones, grupos.
A esta situación hay que añadir un dato que supone un auténtico fenómenos sociológico propio de las sociedades avanzadas: por un lado, la juventud (como figura social, como conjunto de pautas de comportamiento, más que como edad biológica) se alarga y estira hasta edades que antes pertenecían a la madurez. Por otro, el número de personas mayores y su calidad de vida y salud se incrementa, provocando la natural demanda productos y servicios. Entre estas dos franjas crecientes de población, queda, cada vez más menguado, el estado intermedio de los que están en la edad productiva. Son las obreras de este panal, los que mantienen con su actividad a todo el resto de las abejas: a las pequeñas -y no tan pequeñas- larvas y a las mayores.
Esta gente -pongamos lo que tienen más de 30 y menos de 65- constituyen un grupo sobre el que ha caído la sombra del olvido. Ningún ayuntamiento le ofrece actuaciones especiales; ninguna cadena hace campañas para ellos. Nadie les ofrece cursos ni viajes ni ventajas. Son la edad olvidada. Los que pertenecen a este grupo de afanosos, a los que nadie parece agradecer nada, tienen que levantarse cada mañana con el resorte de una moral a prueba de desánimos e ingratitudes. Pronto, en periódicos o en Internet, veremos que, al modo de los desesperados mensajes que lanzan los náufragos en botellas, anuncios que dirán algo así:
“Tengo 50 años. No estoy en paro ni sufro ningún contratiempo grave. Sé que tengo suerte, pero no tengo la culpa. Necesito un poco de cariño”.