Dicen que el fútbol es un espectáculo pervertido por el color del dinero y por el brillo de las cámaras de televisión, dicen que no queda nada de aquel deporte noble que un británico ideó hace tantos años, dicen que sólo los brutos pueden disfrutar con un juego sobrevalorado a todos los efectos.
Pero basta un partido de fútbol, un minuto mágico, para desarmar todas las críticas y devolver al fútbol al lugar que se merece. Basta con que se enfrenten dos selecciones menores con una ilusión común, basta con que una saboree las mieles del éxito un minuto antes del final, basta con que la otra le robe la celebración en un segundo que nunca olvidará el pueblo croata.
Ayer pudimos ver toda la esencia del fútbol en el partido de cuartos de final de la Eurocopa entre Croacia y Turquía. Fue un partido feo, pero honesto, en el que dos equipos intentaban ganar un sitio en el recuerdo popular de sus países respectivos.
El partido concluyó con empate y quedó abocado a la fatídica prórroga. Allí, ambos equipos, exhaustos, lucharon por vencer, pero todo siguió empate hasta el último minuto en el que Croacia logró su gol, un gol que parecía definitivo y que inició las precipitadas celebraciones croatas. Precipitadas porque un instante después, ya sin tiempo, Turquía lograba devolver el empate al marcador, y llevar el encuentro a la siempre injusta tanda de lanzamientos desde el punto de penalti.
Y claro, entonces sucedió lo que tenía que suceder. Los croatas, desolados, fallaron todos sus lanzamientos, y los turcos, exultantes, convirtieron todos los suyos. Resultado, Turquía jugará las semifinales.
Á‰xito y fracaso escenificado sobre un terreno de juego en una décima de segundo. Eso es el deporte y eso es el fútbol, más allá de los millones de euros que cobran unos pocos.