La “cólera”. Es ésta la primera palabra de la literatura universal. Estoy persuadido de que durante los miles de versos que restaban a la Ilíada, Homero (o quien la escribiera) no pensó ni un solo segundo en explicarse. Simplemente quería expresarse. Resulta curioso que con esa simple expresión se estableciera el inicio, la base, el fondo, el suelo del gigantesco edificio en que se ha convertido nuestra cultura occidental. La lectura es creación y re-creación.
Complementariamente, la escritura es expresión, precedida naturalmente de creación. El escritor no ha de intentar explicarse, su trabajo, sus deudas y sus dones han de limitarse a su pura expresión. Sobran, pues, las perogrulladas o las explicaciones palmarias. Y esto es aplicable tanto al prosista como al poeta, incluso al ensayista. Los grandes escritores se han explicado poco, porque con sus palabras bastaba. Véase, si no, la obra de Nietzsche o la de cualquier buen poeta.
Expuestas estas latas premisas, voy a intentar transmitir un pensamiento que, de golpe y sin esperarlo, se ha cernido sobre mis divagaciones. Voy a intentar, con mejor o peor fortuna, “expresarlo”. Además, lo voy a hacer con la esperanza de que estas palabras no queden escuetas ni prolijas, de que lo que pueda expresar se acerque en el mayor grado posible a lo que quiero expresar.
Tumbado sobre la cama, me adviene el nefasto pensamiento. Ya había pensado muchas veces en la terrible situación que significaría una ausencia universal de libros, de literatura, de filosofía… dejándome esto sumamente perplejo. Porque no tengo noticia de ningún modo de saber mejor qué es el hombre, qué es eso que se dice su “alma”, su personalidad, que la cultura literaria en su amplio concepto. ¿Qué ocurriría si todos fuésemos maquinas pre-fijadas, o no pre-fijadas, que vagáramos por la vida con el único objetivo de la supervivencia (que no es nimio), o de la explotación económica, por ejemplo? Esto equivale a interrogar: ¿qué pasaría si los seres humanos no aceptásemos la apuesta por el cambio?
Porque, ¿qué es la literatura, si no una apasionada apuesta por el cambio? La invariabilidad de la opinión es lo que hace a las sociedades cerradas y, por ende, retrógradas. Y ese carácter estático del pensamiento se debe a una causa filosófica muy profunda; la creencia en la unidad del ser. La buena literatura es la que tiene conciencia de cambio, la que, por esto mismo, comprende mejor al hombre y a sus intrínsecas vicisitudes. El hombre es un ser que tiene por esencia, precisamente, el no tener esencia. Su sentido es el cambio, la “imprevisibilidad”. Sin este rasgo distintivo no existiría la Historia. Estamos hechos de historia, porque la historia narra el cambio social y los hombres son esencialmente cambio.
Aventuremos ahora una paradoja, pudiéndola calificar de apocalíptica en su más leve vituperio. Imaginemos que llega un día en que, por un designio inaccesible de los hados, o por una decisión consciente de los hombres, se decreta la extinción de la raza humana. El mundo, con sus populosas poblaciones, con sus culturas esparcidas de polo a polo, con su naturaleza gloriosa y cantada por los poetas, con los incontables misterios que acoge el planeta tierra. Lo primero que se nos ocurre es trazar una hercúlea elegía para llorar todo lo perdido, para denunciar la sordidez que asolaría nuestro hábitat común, en fin, para dejar una merecida huella sobre el género humano.
Reconozcamos que tal elucubración tiene su encanto. Uno puede llegar a estremecerse temiendo que algún día una comisión internacional o algo por el estilo decrete el fin de nuestros días. Pero, entre esta consternación (o estos sollozos para los más sensibles), hagamos un esfuerzo por pensar qué significaría realmente tal acontecimiento. No sé lo que diría un positivista al estilo Hobbes o Stuart Mill, posiblemente se complacerían pensando que el mundo, en tanto masa tangible formada por corteza, núcleo o fuerzas magnéticas, seguiría existiendo ajeno a la intervención humana. Pero presiento cuál sería la reacción de un idealista. Sencillamente, si desaparece el género humano, desaparece “necesariamente”, ipso facto, la Tierra. Y como la Tierra, el sol, todos los demás planetas, las estrellas, la Vía Láctea y el Universo todo. En efecto, si hacemos una laxa descripción del idealismo, podemos afirmar que postula una realidad desprendida de la imaginación del sujeto, de su “yo”. Así pues, todo es producto de su pensamiento, de sus “ideas”. Siempre me he atormentado por qué será ese “yo” del idealista, que al fin y al cabo lo es todo porque de él sale todo. Pero al igual que “yo” lo soy todo, “tú” también lo eres todo, y dos “todos” son difícilmente compaginables. Siempre nos queda la opción de confiar en que “tú” y tu “todo” sea el producto de mi imaginación, y “yo” y mi “todo” lo sea de la tuya.
Un universo que no existe, porque ya no existe quien lo piense. Esto es, en resumen, lo que nos queda. Qué drama. Con qué facilidad podría el mundo desaparecer y volver a ese nihil espantoso. Sea como fuere, propongo lo siguiente: ¿y si el mundo ha desaparecido ya, y sólo existe un “yo” ultra-perpetuo que piensa al “yo” que pensaba al mundo?