La Guerra Civil es el hecho más relevante e infame del siglo XX en España, además de uno de los más significativos en la larga historia de nuestro país. No nos ha de extrañar que sean numerosos los libros históricos, de ensayo, novelas, piezas teatrales, canciones, obras plásticas y, cómo no, también películas, que tienen este conflicto como tema central o escenario recurrente.
En lo que al cine se refiere, no son pocos los reproches que se han venido haciendo a tal proliferación de títulos acerca de dicha guerra. No obstante, sospecho que se trata más de un problema de defecto de calidad que de exceso de cantidad. Y es que, por desgracia, muchas de estas películas han pecado, y pecan, de una descarada parcialidad y un evidente maniqueísmo. En realidad, son escasísimas las obras que han sido capaces de tratar tan complejo tema con una mínima dosis de sana honestidad, aspirando a alcanzar una objetividad que, aún siendo una utopía, bien merece el noble esfuerzo de su búsqueda.
Durante los casi cuarenta años de dictadura apenas se realizaron películas que tocaran tan espinoso tema. Sólo hubo un corto período en el que estos títulos fueron parte destacada de la producción fílmica. Me refiero a los primeros años cuarenta, es decir, a la más inmediata posguerra. Con estas películas el Régimen trataba de justificar el golpe de estado del 36. A este tipo de producción se le llamó cine de cruzada. En él encontramos títulos como Romancero marroquí -rodada en el 38 pero estrenada después de la guerra-, Sin novedad en el Alcázar, Crucero Baleares, Escuadrilla, Porque te vi llorar… Curiosa excepción supuso Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942), donde cierto espíritu reconciliador de inspiración falangista irritó a las autoridades franquistas.
Pero si existe una película que destaca por encima de todas como paradigma del cine de cruzada, ésa fue Raza (Sáenz de Heredia, 1941), basada en una novela del mismísimo Franco. Resulta Raza -es pura obviedad- todo un ejercicio de parcialidad y adoctrinamiento. En ella se exaltan los valores de la familia tradicional, los del soldado y su compromiso a muerte con la patria, los de la más estricta moral católica… Todo ello a través de un hilo argumental donde las coincidencias con la biografía del propio Franco son evidentes. En cualquier caso, fue una gran producción para la época, contando con intérpretes de primera fila como Alfredo Mayo, Ana Mariscal o José Nieto, además de ser, cinematográficamente, un trabajo interesante, aunque su mensaje y contenido hoy causen sonrojo.
Sobre Raza conviene recordar que sufrió una significativa revisión en el año cincuenta. Pasó entonces a titularse Espíritu de una raza. Además se suprimieron o recortaron ciertas escenas, de la misma manera que experimentaron algunas variaciones los rótulos, la voz en off y los propios diálogos. Todos estos cambios atienden a los nuevos intereses que el régimen franquista pasará a tener, tras el fin de la II Guerra Mundial, de cara al exterior. Se imponía limar asperezas con la gran potencia vencedora, los Estados Unidos, así como despojarse de los tics más descaradamente fascistas.
Dejemos atrás el cine realizado desde el lado vencedor y pasemos a centrarnos en el que han venido desarrollando los vencidos. Aquí sí que son numerosos los títulos que florecieron, como es natural, tras la muerte del dictador. Lamentablemente se ha seguido cayendo en la trampa del maniqueísmo, esta vez desde la óptica de los derrotados, con películas donde se percibe un marcado tono victimista y un exiguo rigor histórico.
Un buen ejemplo de largometraje nacido al calor de esta visión unilateral de los vencidos podría ser Libertarias (Vicente Aranda, 1996). Curiosamente, ocurre algo parecido a lo de Raza. Se trata de una gran producción para lo acostumbrado en el cine español. La protagonizan actrices muy conocidas para el público nacional –es el caso de Victoria Abril, Ana Belén, Loles León y Ariadna Gil-. Además, cinematográficamente es un filme valioso, dado el buen hacer tras la cámara de Aranda. Pero todo esto no impide que sea, una vez más, una película descaradamente alineada, en la que el espectador es tratado poco menos que como un niño, sin dejarle oportunidad para la duda, el juicio crítico o la reflexión. También coincide con Raza en mostrar al enemigo como salvaje deshumanizado y al correligionario como inocente víctima. No hay lugar para la perspectiva. Se trata de una historia de buenos y malos, sin más.
Ante tal panorama, se hacen más dignas de elogio, si cabe, esas pocas películas que se proponen huir de tan vitando maniqueísmo. No estoy hablando de obras perfectamente neutrales ni de paradigmas de la imparcialidad. Simplemente se trata de películas valientes y honestas donde se da cabida a cierta autocrítica, lo que ha de celebrarse como todo un logro. Resultan estas obras auténticos mirlos blancos de nuestro cine.
En este exquisito grupo habría que incluir algunas realizaciones de Jaime Camino, entre ellas, fundamentalmente dos: Las largas vacaciones del 36 (1976) y La vieja memoria (1978). La segunda es un interesantísimo documental de montaje. Mientras que la primera supone una visión de los problemas y diferencias dentro del propio bando republicano, valiéndose de un notable abanico de personajes erigidos en metáfora de los distintos grupos que se dieron cita en la contienda.
Recordemos también La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985). En ella, el genial director valenciano hace una aproximación a este delicado tema desde el género de la comedia. El resultado, lejos de ser una visión intrascendente, supondrá una encomiable reflexión acerca de todo lo que tiene de absurdo y aberrante la guerra.
Podemos sacar varias conclusiones al respecto. Por ejemplo, vemos cómo la calidad estrictamente cinematográfica de un filme no garantiza el interés de su contenido. Esto se aprecia claramente en Raza y Libertarias, dos buenas películas al servicio de un mensaje unidireccional y plano, reflejo de una indisimulada estrechez de miras.
Otra conclusión que podemos extraer es la de la diferente intensidad con la que el régimen franquista, primero, y los directores de la democracia, después, atienden al tema en cuestión. Es llamativo que desde el gobierno franquista sólo se impulsasen películas sobre la guerra en los primeros años cuarenta. Y es que el Régimen, en materia de cine, optó más por la evasión que por el adoctrinamiento político. Por el contrario, hoy, cuatro décadas después de la muerte del dictador, se siguen rodando películas sobre el conflicto español. Pero con el paso de los años, lamentablemente, no se ha ganado ni en equidistancia ni en autocrítica.
No hace mucho oí al productor Enrique Cerezo decir que la película definitiva sobre la guerra civil española estaba aún por hacer. Apuntaba Cerezo que debería tratarse de un filme compuesto por varias historias, dirigida cada una de ellas por un cineasta distinto, intentando así componer una mirada lo más rica, diversa y poliédrica posible sobre el complejo asunto. Animo de forma entusiasta al productor a llevar a cabo tan digna y necesaria empresa.