Siempre he dicho que no me gusta contar historias. Yo no creo en la historia y sin embargo he tratado de tejer mi propia historia, de darle un ritmo, una música y una armonía. Alguien dijo que una vocación es lo contrario de un destino. Entre yo y los demás está el cuerpo de lo que escribo, el texto. Vamos a ver, desmontemos este objeto:
Primero, mi tiempo es un tiempo de crisis de consciencia, crisis de creencia, crisis en general. Yo, de muy pequeña, creo en Dios, pero ese mito se va extinguiendo con el tiempo. Se absorbe por la violencia de la propia experiencia hasta extinguirse. A los trece años ya no creo en Dios pero siento la necesidad imperiosa de indagar, de hacer preguntas, sobre todo de rebelarme contra todo lo que se me ha impuesto a través de la educación. Al empezar un libro, intuyo que no puede ser una pieza acabada, simplemente tiene que ser otra, distinta, porque toda experiencia lo es. Así empiezo a comprender que mi necesidad de escribir tiene que ver con una indagación metafísica y existencial, tiene que ver con un ordenamiento del mundo para poder cicular a través de él. Y tiene que ver con un desarraigo. Es una experiencia estética, pero esa experiencia es de sobreviviente y de la analfabeta que debe aprender a descifrar nuevos significados, nuevos códigos, por sus propios medios. Debo re-construirlos para no sentir que me dejo allanar por la alienación. La ausencia de sentido crítico me hace sentir como una mujer tendida en una cama, en estado de sospechosa inercia. Y es intolerable. Esa ausencia entonces, solo se puede evitar llenando los espacios vacíos con mis propios contenidos, con el Yo que empieza a ponerse de pie saliendo de su encierro, pero, paradójicamente, para regresar a él. Sé que no es una experiencia lineal, sino que cada cosa me conducirá siempre a otra nueva y que siempre, siempre, estaré con esa sensación de incompletitud. Porque, ¿qué historia podría construir si todo lo que rodeaba me atravesaba fragmentándome? Es decir, yo no leía una sincronía entre lo que yo sentía y lo que veía a mi alrededor, y no alcanzaba a organizar esas experiencias narrándolas, por lo que tenía también que aprender a moverme en medio del caos, en analogía con mi tiempo, mi historia, y mi país. A veces, esa imposibilidad de comprender lo que estaba sucediendo, la crisis económica, la desarticulación familar, el caos en general, se convierte en un miedo intenso, miedo de no poder hablar. Y menos frente a la autoridad. Empiezo por comprender que mi origen está ligado a una figura paternal, a Dios, a Cristo; enseguida, a mi padre, a mi patronímico, que es masculino. Son las reglas de la tribu, pero yo no adhiero, exijo mi libertad. Empiezo a hablar, pero a trompicones. La escritura se hace entonces soma, síntoma de lo que vivo conviertiéndose en una huella linguística visible. Yo no creo en la separación entre la vida y la obra, porque la escritura es la huella, la marca de ambas, una articulación. Todo me parece signo. Pero signo contrariado, y la narración, lo lineal, el discurso clásico, solo ignoran que esa pérdida de creeencia, ese rechazo de la autoridad masculina, que interpreto como un parricidio necesario para poder existir de forma autónoma, un trabajo de individuación, gesto que me sitúa fuera de lo colectivo y al mismo tiempo nos retiene dentro de él. Que en en el texto se lamente esa pérdida, no haría de mi escritura un texto objeto, desprovisto de afectividad, un texto inerme, casi un pastiche (podría ser que Beckett lamentando esa ausencia divina, haya hecho de su lenguaje uno metafísico, de ahí su intensidad), si no que tendría a su favor la fuerza de esa ruptura y de esas huellas violentas, como si se tratase de arrancar a toda velocidad el brillo fatuo de la experiencia, casi sin que el lector lo perciba. Es algo que tiene que ver con el rito de una iniciación: aquel del trazo de mi línea vital, igual a una diosa que usurpa a los dioses masculinos la posibilidad de dibujar su propio rostro y así poder retirar la máscara.