Esta es la Leyenda de la Ciudad sin Nombre, la ciudad que se encuentra en la ribera del río Insondable y a las faldas de la colina Inabarcable, la ciudad a la que todo el mundo se dirige pero a la que nunca nadie consigue llegar.
La utopía es la única ley que impera, y la libertad se convirtió, ya hace mucho, en libertinaje, proporcionando placeres inauditos a ciudadanos despojados de cualquier tipo de constricción social. El sol sale y se pone sin razón, cuando la luna se lo permite, porque es ella, y no él, la que gobierna el firmamento.
En la Ciudad sin Nombre los políticos huyeron, temerosos de juicios sumarios contra sus personas, mientras que sus hijos, inocentes criaturas, fueron condenados a galeras y sobreviven a base de pan y agua, con un poco de azúcar en las fiestas de guardar.
Los poetas ostentan el poder, pero no tienen ningún mando, ya que se rigen por las leyes de la vacua retórica y de las metáforas imposibles, las cuáles postergan cualquier posibilidad de organización social razonable en favor de la fabulación, de la imaginación y de la lírica.
Los ascetas pululan por las calles sin temor a la muchedumbre, mansa y asexual, que solo alza la voz ante el cantar de un ruiseñor muerto en un pasado muy lejano, tal vez, en la época en la que el tiempo completaba el cuadrilátero de las dimensiones.
Las calles perdieron su nombre en un suspiro de Eolo al amanecer del séptimo día, el que descansó el Demiurgo de los cristianos, y el que vaciló el líder de los catódicos. Los mapas se fundamentan en el caos, el cuál aporta soluciones cartográficas de gran calibre.
Todo funciona en armonía en la Ciudad sin Nombre, cuya existencia se sueña, se imagina, se ansía, pero nunca se asevera, porque la certeza es una realidad, y no cabe la realidad en la Ciudad sin Nombre.