Tirando de hemeroteca, y leyendo que en breve Sofía Loren se acerca a la venerable cifra de ochenta veranos:
La gran diva italiana visitó la Bella Easo con ocasión de los vigésimos segundos premios del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde Sofía fué premiada como mejor intéprete femenina por el film «Il viaggio«, firmada por Vittorio de Sica.
Corría el año 1974. Y no lejos de alfombras rojas y flashes, los sueños que el cine y sus estrellas suscitaban entre unos donostiarras siempre ávidos de cinematógrafo y cultura, inundaban también las salas menos nobles de la ciudad. Quiero rememorar cuan importante fue esta mujer de inquietante arquitectura en mi imaganario y creo no equivocarme, en el de las gentes de mi generación y por supuesto de las anteriores, más necesitadas aún de sueños en aquélla España de grises, miserias y miradas que fingían no serlo.
Cuando niño, si es que alguna vez lo fui, corría como si la vida me fuera en ello, enfundado en aquellas prendas tan odiosas como necesarias, chubasquero y katiuskas -por muy ruso que suene, Ana Karenina no las hubiese llevado nunca-. Lo primero que hacía al llegar al Carmelo era cargarme de vituallas; las pipas y el matigotxo adquirían la categoría de reyes de la fiesta. Me giraba y allí me quedaba, ojiplático, como en trance, alcanzando mi particular nirvana. Observaba, una y otra vez, sin parpadear, cual Betty Boop, todos aquellos carteles : Ben-Hur, La túnica sagrada, Los Diez Mandamientos,… toda la romanada abigarrada. Siempre estaban, entre aquel olor inconfundible de humedad y madera apolillada. Quedarme quieto delante de aquellos universos era un ritual que se repetía todas las tardes de domingo durante el curso escolar. Eso o Atotxa (supongo que bajo el amparo de la Vírgen del Carmen escapé de la bufanda bicolor y los puros).
Y allí estaba.
La había visto en esos fotogramas de cartón, en el vestíbulo del Bellas, pero no tan grande. Entonces me pareció la criatura más hermosa y fascinante que nunca viera. Era un cartel anunciador de La caída del Imperio Romano, y a través de aquellos ojos casi podía con mis chatos y regordetes dedos tocar mis sueños de menino, como cantara en blanco y negro la Rodrigues. Hoy la vi, una señora estupenda, una lección de supervivencia de la belleza pese al sucio trabajo del tiempo y la ley de la gravedad.
La memoria me devuelve, vívida, aquella imagen, aquel escote marmóreo. Cierro los ojos y vuelvo a salir del cine. Llueve incesantemente y los baldosines de la acera se mueven. No importa que el barrillo me salpique hasta la cintura. Porque no estoy allí, yo estoy en los confines umbríos del Danubio. Ella quiere ser vestal. Yo también. Merece y merecerá eternas revisitaciones, la eterna estupenda. La Loren.