Sea. Cedo. Dedicaré estas líneas a Delibes.
Son las doce del mediodía del viernes 12 de marzo. El sol, a esa hora, cae en vertical sobre el mundo, lo que significa que los árboles, por su luz cenital iluminados, no dan sombra. Delibes, de ese modo, lleva la contra en mi blog a lo que el título de su primera novela aseguraba.
No sé, por otra parte, en qué cementerio van a enterrarlo y, por lo tanto, tampoco sé si habrá cipreses montando guardia entre las tumbas. Enhiesto surtidor de sombra y sueño es ese árbol. Lo dijo Gerardo Diego a propósito del que aún hoy despunta en el claustro del monasterio de Silos. Pero el mundo de Delibes, que fue de campo, jara, pólvora, perdices, román paladino, gentes del común, honor y horizonte abierto, ya no existe. La tecnología, la LOGSE, la desarrollitis, la urbanitis y la cementitis se lo han cargado. O mejor dicho: sí existe, pero sólo en las páginas de sus libros. Toda su obra fue beatus ille, madre natura, lira de Fray Luis, menosprecio de corte y alabanza de aldea.
Yo estoy ahora ahí: en un villorrio. El de Castilfrío. Seguro que Miguel lo conocía o, de no ser así, seguro que le habría agradado conocerlo. Escarcha, estepa y silencio en torno a mí y lugar que ni pintiparado para releer elDiario de un cazador, que es, entre todas las obras de Delibes, la que más me gusta, acaso porque fue la primera que leí. Pero conste, en esta hora de su muerte, que a partir de ese instante me convertí en lector devoto de su obra. De toda su obra, sin excepción.
No iré a su entierro. Me he resistido -ya lo insinué- a dedicarle estas líneas. Me han
llamado de seis periódicos (incluyendo éste), cinco radios y otras tantas televisiones en las últimas horas para que dijera algo acerca del hombre que acaba de morir y con el que sólo hablé dos o tres veces en mi vida. A todos les he dicho que no, que no me gusta la necrofilia ibérica, que tampoco a él le gustaban esas pompas (el metal de los premios, decía), que en circunstancias así todos los comentarios sobran, por ser obviedades, y que la mejor forma de honrar a quienes mueren es el toque de silencio.
A él me acojo, con él lo saludo por última vez.
Amigo Delibes: seguro que ahí arriba, como al final de los cuentos de tu Castilla vieja, serás feliz y comerás todas las perdices que cazaste aquí abajo.
A comienzos de los setenta, en un curso de la Bryn Mawr, te reproché yo, hippy recién llegado a la sazón de Asia, ecologista ceñudo y seguidor de Buda, que defendieras la caza. Tú me miraste con sorna de labriego, sonreíste y me dijiste que la perdiz, cuando vuela, se dirige a la cazuela. Tenías razón.
Ahora eres tú quien ha emprendido el vuelo… Reencárnate, Miguel, y vuelve pronto, aunque, como escribiese Cervantes casi al final de sus días, ya no queden pájaros ni perdices ni escritores ni lectores de antaño en los nidos de hogaño.