Tiempo de verano, vino del estÃo, época de desnudeces… No sólo las del cuerpo, pero también ésas.
El otro dÃa, aquÃ, que es territorio Ãntimo y, por ello, off limits, puse en bolas el alma. Fue un arrebato. Escribir es desnudarse, y mal escritor será el que no se avenga y exponga a ese riesgo.
Faulkner dijo que no deberÃa correr el albur de la literatura quien no sea capaz de vender a su madre en letras de molde. Yo, nel mio piccolo, sostengo que ningún escritor alcanza el clÃmax hasta que fallece su madre. La mÃa ya lo hizo. Ya soy libre. Ya puedo confesar lo que a ella nunca le habrÃa confesado.
Tranquilos todos. No voy a hacerlo aquÃ. Lo haré -lo estoy haciendo- en el libro de memorias que interrumpà al morir Soseki y que ahora, terminada ya la novela que le he dedicado, reanudo.
Pero no querÃa hablar de eso, sino -más frÃvolo, más sibarita, más veraniego, más lujurioso- de una exquisitez, de una primicia, de un boccato di cardinale: la mancha azul, que en los caucásicos no existe.
La piel de la mal llamada raza amarilla es, a mi juicio, aunque no siempre, mucho más blanca que la de quienes por blancos nos despachamos. Dime de qué presumes… ¿Hay, acaso, en el mundo blancura más cegadora que la del cuerpo de las muchachas japonesas? Quien la probó, lo sabe, y yo, por fortuna, lo he hecho. Mi mujer nació en Osaka y tiene en el extremo superior de la comisura del canalillo de sus nalgas -allà donde, según el clásico, pierde la espalda su honesto nombre- la famosa «mancha azul» que caracteriza a quienes proceden de los mongoles. El contraste entre esa suave pincelada de color y la albura de lo restante -el culo, ¡vaya!, y que su propietaria me perdone la mención- es una delikatessen digna de figurar en el menú del más sofisticado repertorio erótico.
Inútil es que lea a Kawabata quien no la haya visto. Esprit de finesse, se llama eso. En la tosca Europa, desde 1789, todo es geometrÃa.
«Dijo el azul un dÃa: Yo me llamo azul, Pablo Ruiz, azul, Picasso»… Fue Alberti quien lo escribió. Pero ni el uno ni en el otro, seguramente, vieron nunca la mancha de los mongoles. Con ella galopó la Horda Dorada, en torno a ella nació Xanadú y con ella soñó Coleridge. Privilegios.