Las migas del almuerzo
Es un sonido impertinente, que se clava como un martillo neumático, un tran tran de locomotora frenando a fondo que va in crescendo hasta traerte a la viva realidad. Lo compré hace un puñado de años en la parada de un marroquí de mercadillo. Era, en su día, de un color rojo demonio que cabreaba y en verdad que en sus tiempos mozos repicaba con más fuerza y tiento que hoy en día. Cosas de la edad, que a todos llega. Pero ahí sigue, con esas mágicas pilas marca “enerpizer” que no se gastan ni a tiros, las mismas que acompañaron, como pajes, en su adquisición; ahí sigue, insisto, con sus orejas de ensaimada en levadura, puesto al relente de la mesita de noche, sin fallar un día solo, odiándonos mutuamente. Ni siquiera ya es rojo diablo, supongo que a fuerza de golpes se le ha cascado un tanto la chapa y pintura pero se ha hecho más fuerte, y tiene el mecanismo tan interiorizado que tengo por seguro que el día que olvide conectarlo, lo hará por sí mismo.
Puede que sea un romántico empedernido; de los que aún creen en el sello y lacre, de los que no necesitan cien canales en la tdt, o que mantiene el politono de móvil desde el día que lo compró. Tampoco rindo culto a la tecnología sino en lo estrictamente necesario. Decir lo contrario sería la moraleja del absurdo, leyéndome como andan a través de esta pantalla. Me gusta la vida de pueblo aunque la circunstancia me obligue a engarzarme en la ciudad. Me gusta escuchar la esquila de las ánimas al atardecer llamando a la bendición de los que pernoctan en el purgatorio.
Por eso, al abrir el regalo de Papa Noel / Santa Claus / Coca-Cola invection y tomar entre mis manos el todopoderoso Iphone, regalo del padre amoroso a su hijo bien amado, no pude menos que voltearlo entre mis dedos. “Podrás leer tus migas al momento”, explicaron muy ufanos. ¿Para qué?, me dije para mi, mis migas se las lleva el viento: para eso fueron creadas. Sin embargo, por no hacerle el feo, he intentado adaptar mi modo de vida a tan menguante pantalla. Porque al fin y al cabo, de eso se trata. De comprimir nuestra vida al pixel necesario que permita arrastrar el pensamiento de arriba abajo.
Sin embargo, con toda su pompa tecnológica, el día 1 de enero, como a muchos estupefactos usuarios, la alarma del fabuloso y galáctico Iphone no sonó. Quizás su inteligencia artificial entendía que el primer día del año no es laborable. O simplemente falló. He dedicido volver a sacar del cajón a mi bonachón amigo rojo; es estridente, sí, feo como una vieja desdentada, sí, y algún día (supongo) necesitará que le cambien las pilas del trasero. Pero ahí sigue, sonando cada mañana, como una moza de ánimas, aferrado a la esencia de saberse útil. Sin necesidad de actualizaciones, de antivirus o de “control P”
Y aún lo oigo recitar: «Fieles cristianos acordémonos de las benditas almas del purgatorio con un padrenuestro y un avemaría por el amor de Dios», con sus tres toques de campana. Que intente reproducirlo si puede el todopoderoso Iphone.