El bien común en una sociedad plural está por encima de la objeción de conciencia cuando está en juego la salud. Es preciso definir de forma clara y precisa cuáles son los límites de la objeción.
Se calcula que más de dos mil farmacias se niegan a vender la llamada píldora del día después, tras la entrada en vigor de la ley que permite su venta libre, sin receta médica, en las farmacias de España.
Se plantea así un debate en el que, de un lado, se sitúan las creencias religiosas y personales de los farmacéuticos y, de otro, la obligatoriedad de la ley. Un debate social en el que a menudo olvidamos que, en medio, lo que se sitúa es un problema social y sanitario en el que se contrapone la responsabilidad con la libertad; la educación con la elección.
Pero el caso de la píldora postcoital no es más que un ejemplo menor: en España hay 21.000 farmacias y más del 90% la ofrecerán y se atendrán a lo prescrito por la ley. De hecho, ya se han encontrado soluciones alternativas: algunos colegios farmacéuticos se han puesto manos a la obra y han abierto registros para dejar constancia de los farmacéuticos que decidan no vender el fármaco sin receta; u otras exigirán a las boticas que indiquen de manera clara cuáles son los establecimientos más cercanos en los que las clientas pueden adquirir el producto.
Son, sin embargo, soluciones intermedias que enmascaran un problema mayor: la conjugación de la objeción de conciencia en una sociedad plural. La objeción de conciencia se ha convertido, cada vez más, en cuestión de debate social. Las leyes promulgadas se enfrentan con una sociedad dividida que ya no tienen unos valores unánimes, lo que provoca no sólo conflicto social, sino también conflicto en el cumplimiento de esas leyes, especialmente en el ámbito sanitario.
En principio, la objeción de conciencia se configura como un rechazo al cumplimiento de determinadas normas jurídicas por considerar que éstas son contrarias a sus creencias éticas o religiosas. El derecho positivo queda en un segundo plano ante lo que ellos consideran un derecho natural, superior al dictado por los poderes legislativos, inherente al hombre y a su naturaleza. En ese sentido, el objetor siente ante los actos que rechaza en conciencia una profunda contrariedad moral, hasta el punto de que someterse a lo que se le ordena o pide equivaldría a traicionar su propia identidad y conciencia. Esa dignidad moral viene acompaña de un papel en las relaciones sociales y sanitarias: son farmacéuticos, médicos, abogados, políticos…
Muchos de estas profesiones tienen no sólo un componente de individualidad, sino también un servicio social en el que se debe dar cabida a una pluralidad de conciencias e ideologías.
El ejercicio de la objeción de conciencia es un signo de madurez cívica y de progreso moral y político: las sociedades modernas aceptan el gesto de la objeción pacífica, sin tomar represalias o ejercer discriminaciones contra el objetor, en el común respeto a los derechos fundamentales de las personas consagrados en las Constituciones. Pero con límites y dentro de un orden: la duda de un profesional y su autoexamen de fe no pueden vulnerar el bien común.
Para evitar esos abusos de la objeción de conciencia y para compatibilizar el derecho de los ciudadanos a recibir una determinada prestación, es necesaria una regulación que defina de forma clara y precisa cuáles son los límites de la objeción. ¿Todas las creencias son válidas para objetar conciencia? ¿No existen situaciones en la que no sería permisible la objeción? ¿Ni en caso de urgencia?
Á‰sta es sin duda una de las grandes asignaturas pendientes no sólo en España, sino en otros países donde es más fácil promulgar cada año una ley de educación diferente que legislar sobre el ejercicio de la objeción. Porque no se trata de regular los pensamientos y las creencias, sino el uso que de ellas se hace en el marco social y público. Superemos el miedo para ser más plurales. Se trata de legislar para ser más eficaces, de pensar para ser más libres.
Mercedes Hernández Gayo