Estaban aparejando los arreos de las cabalgaduras porque el Maestro los iba a llevar a visitar a un viejo amigo monje que se encontraba enfermo en un eremo de la montaña.
– Largo es el camino, Maestro, – dijo Sergei mientras ajustaba las cinchas de su mula.
– Largo, en verdad, Sergei.
– Hubieran podido hacerse las cosas más sencillas.
– Hubiera podido ser, pero ¿cómo de sencillas?
– No sé, no tener que trabajar ni que madrugar ni que luchar para procurarse las cosas.
– Ni para enfrentarse a las propias contradicciones, ¿no es eso?
– Bueno, algo así.
– Escucha, Sergei, estaba una rata a la orilla de un río empeñada en que el elefante, que se daba plácidamente su baño, saliese del agua. Pero el elefante estaba disfrutando y se negaba a salir. «¡Te digo que salgas! ¿Me has escuchado?» «¿Cómo no oírte con esos gritos? ¿Para qué quieres que salga si te puedo escuchar desde el agua?» «Te lo diré cuando hayas salido. Es muy importante, ¿me entiendes?» En fin, que la rata no cejaba en su empeño y el elefante, inmenso y tranquilo, salió del agua y se plantó delante de la rata que lo miró decepcionada. «¡Quería saber si te habías puesto mi traje de baño!»
– ¡No me lo puedo creer! – exclamó Sergei entre risas. Esa rata estaba loca.
– ¿Esa rata, Sergei? ¿No es así como razona muchas personas que se tienen por cuerdas?
– Caramba, Maestro, ahí sí que me has dado. ¡Voy servido!
– Sergei, – le dijo Ting Chang para aminorar el golpe -, ¿nos llevamos a tu mascota sobre la grupa?
– Sí, tú ándate con bromas. El conejo está dónde debe de estar. No es bueno sacarlo de su ambiente. Oye, médico sabio, ¿qué me estás queriendo decir?
La carcajada fue general ya que les ayudaban dos monjes que habían herrado a las mulas.
J. C. Gª Fajardo