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El sonido infernal del despertador inundó el dormitorio hasta que la mano firme, pero amable, de Amancio lo apagó. Eran las siete de la mañana y se notaba frío.
Corría el mes de diciembre y no apetecía abandonar el cobijo de la manta. Amancio se giró y contempló como dormía, plácida, Aurora, su esposa, ajena a la mañana que acababa de comenzar. Después, se levantó con sigilo, para no despertarla.
Cumplió con todas las convicciones sociales referentes a la higiene personal y se preparó un frugal desayuno, que tomó mientras escuchaba las noticias en la radio. Nada nuevo, un ataque terrorista en un país asiático, los políticos nacionales a la greña, y cierta polémica sobre unas comisiones inmobiliarias que todos exigían pero que ahora nadie se atrevía a reconocer.
Al terminar comenzó a vestirse. Su traje, como cada mañana, yacía sobre una de las sillas del salón, su camisa, en una percha colgada sobre el marco de la ventana, y la corbata encima del zapatero del recibidor. En el baño se peinó con
cuidado, raya a la derecha, ligero flequillo y gomina para marcar el peinado.
Finalizada la rutina Amancio estaba listo para ir a trabajar, para desarrollar su profesión de Técnico de Exportación, se calzó, se sacudió el traje oscuro con la mano derecha y se sentó en el sillón del salón, donde pasaba cada mañana desde que fuera
despedido dos meses atrás.