El esquema de La vida que soñamos podría resumirse de la siguiente manera: “Chico encuentra chico. Se gustan. Se van a vivir juntos. Uno enferma de gravedad. Luchan juntos”. La última o últimas frases de esta síntesis se la o las reservo al lector (obviaré por tanto el análisis del final que no está exento de enjundia).
En definitiva puede decirse que se trata de un argumento corto, aunque no sencillo ni poco denso. No es sencillo ni por la fórmula elegida por el autor, que consiste en romper la historia en mil pequeños pedazos y ponerlos en línea sin seguir su orden cronológico natural; ni por el contenido pues nunca es fácil escribir sobre el dolor con sencillez, con naturalidad. La densidad viene dada también por la temática elegida pues, sin que Raúl Portero entre mucho en filosofías, la posibilidad de una muerte cercana siempre da que pensar.
Los recursos seleccionados para llevar la novela adelante son economía de palabras, de escenas, y brevedad de estas últimas (y ausencia de mayúsculas, aunque no de puntuación). En este sentido ni siquiera podría hablarse de técnica impresionista, pues no hay ni suficientes pinceladas. Más bien es como uno de esos pasatiempos de puntos donde el ocioso tiene que unirlos con una línea de lapicero para ver el dibujo final que, aunque podía intuirse un poco, siempre conlleva alguna sorpresa. Sin embargo, todo ese alarde de posibilidades técnicas no hace la novela oscura. Por el contrario el dominio del escritor sobre la historia y las palabras es absoluto, y al poco de iniciar un capítulo uno sabe bien donde ubicarlo en el espacio de seis a ocho años que se abarca con el libro. Como si se tratara de un puzzle donde las piezas, por su color, pudiesen enmarcarse en una zona sin dificultad (prado, mar, cielo, barco, casa…). Pues esa pigmentación que permite “colocarlas” está perfectamente conseguida, de forma que no es posible perderse y Raúl Portero nos lleva de la mano cuidadosamente.
Aunque no es dado a la prolijidad ni a los adjetivos no le faltan momentos que “tocan” al lector, como su mismo arranque, que irá directamente al corazón de quienes perdieron a un ser querido:
“carlos piensa muchas veces como si josep ya se hubiera muerto y almacena gestos y recuerdos como la hormiguita de la fábula, para cuando no esté. su olor, su mirada o el ronroneo mientras duerme, que por la enfermedad se ha convertido en ronquido.
quizá así, luego, consigue sentirse menos solo”. (Pág. 7).
Además, con breves toques, nos hace conocer detalles de los personajes que nos llevan a encariñarnos con ellos como su amor no desarrollado por la música o, en especial (desde mi punto de vista, dos de los momentos más brillantes de la novela), su forma de comer las magdalenas que delatan la manera pormenorizada en que un amante aprende con cariño los gestos del otro:
“…para comerse las magdalenas las parte en dos mitades y las moja en la leche; al llevárselas a la boca la leche le resbala por los dedos y vuelve a caer en el tazón…” (Pág. 62).
“recuerdo todo esto que me cuentas: las primeras veces que hablamos en la tienda de ropa, cuando lo conocí en la discoteca… y que cuando se comía las magdalenas luego se comía los restos que todavía quedaban en el papel”. (Pág. 128).
Por último, añadir que hay un repaso del “ambiente” barcelonés con sus locales, sus aglomeraciones, sus músicas, sus costumbres… extrapolable al de otras grandes ciudades españolas. Asume una cierta sordidez en algunas actividades sin cargar las tintas, con una naturalidad que parece exenta de juicios morales (drogas, cuartos oscuros…). Buen análisis hecho con pocos términos. Imagen general que reconocerán muchos como bastante acertada.
En definitiva este IV premio Terencia Moix merece ser leído y disfrutado sin prejuicios, con la misma dedicación con la cual fue escrito, para que su tristeza y su mensaje duro y tierno, nos lleguen bien dentro.