Las heridas del agua se concibe como una obra que ahonda en los veneros donde se engendra un libro brillante y reflexivo, con el que al fin se cierra ese ansiado círculo tan deseado por el autor, de cuya genialidad dudo que se haya hecho cargo; puestas tantas veces esas ilusiones que, desde tiempo, palpitaban con fuerza en su corazón; pues sorprende la impasividad en que se ha quedado ante tan magnífico libro. O se halle en ese dulce nublado sicológico y pasajero, por lo que quizá nunca llega a creerse este pequeño milagro, aunque tenga tan bellos libros, premiados, como el Juan Alcaide, el Francisco de Quevedo, el Antonio Machado, y el curioso, pero ciertamente también, premio de poesía erótica Cálamo.
La primera parte lleva un título claramente elegíaco, Testamento, donde el primer verso ya da calor y brío al poemario: “Cuando pensábamos en singular / e íbamos al mar desnudos, / solo vestidos de promesas; / que la vida era el ser supremo de la creación”. Y vuelve al presente con un mensaje triste: “Y asoma la lluvia detrás del horizonte / e inunda de vejez nuestros cimientos / a partir de las inapreciables sienes rotas / el corazón postrado en la añoranza”.
En efecto, se observan duros ramalazos elegíacos. Versos hermosos, sí, que ligados a la misma agua de la que está hecha el alma del libro, el autor se apoya en términos como río, agua, mar, lluvia, nieve… cito:
“odres de nuestro advenimiento / con monedas festivas… / Y no fue así. No ha sido nada de eso”.
Sé que Onofre Rojano tiene delicado los ojos, y eso, para él, para cualquier escritor, para cualquier persona es terrible: “Mis ojos están enfermos hoy en día / -infectados de llanto- / y, generosos, vierten / los ríos interiores de salada presencia, mientras la luz extingue su sustancia…”. He aquí otra punzada, como el golpe de una piedra, pero que dejan huella.
La segunda mitad de la obra -Paréntesis-, contrariamente al orden contrariamente usadas en el resto de sus libros, en Las heridas del agua, cambia casi todo. El corazón rompe de pronto con la igualdad y se deja llevar por la bandera del sentir gozoso, como el que lanza en el soneto Luz. “Quiero la luz del día para ver / las antorchas del sol brillar quien soy: un tratado de paz sin resolver”. Aunque, seguidamente, vuelven a sonar los conocidos ramalazos del dolor, versos del poema titulado Estigma, también abrazado al agua:
“Es un dolor a cuestas solo verlo. Pendiente estoy del agua que da vida, / como el pez que agoniza sin saberlo”.
Y cierra el libro con estos versos tremendos:
“las fronteras de la edad que descienden / al subsuelo de ti / para cavar vencidos aposentos”.
Sin duda, con Las heridas del agua Onofre Rojano hace un homenaje a la lírica, cuyo contenido alcanza una brillantez insólita.