Las diez de la mañana y la ciudad en pleno auge, yo estoy en una terraza tomando un café y ejercitándome en mi deporte favorito, observar a la gente. Una chica rubia está sentada a mi lado tomando un vino blanco. Me detengo a mirarla porque me parece haberla visto en otro sitio. Creo que es la misma chica que anoche bailaba en el bar. Sí, es ella, sin ninguna duda. Recuerdo esa trenza en el pelo. Parece ser una mujer de negocios. Resulta interesante observarla con su ordenador portátil, su maletín y su traje de chaqueta, con su talante serio y formal. Es una imagen completamente diferente a la que daba la pasada noche cuando se movía locamente al ritmo de las “últimas tendencias” musicales.
De vez en cuando me gusta deslizarme por este tipo de locales para deshacerme por unos instantes de mi neurosis antisocial y todas mis verdades, todos mis preceptos; y sentirme un poco más unido a la gente. Normalmente, saco interesantes puntos de reflexión en cada noche y la de ayer no fue para menos. Al observar a la chica bailando locamente, comencé a preguntarme cómo sería en su vida cotidiana, en su trabajo. Me preguntaba si habría mucha diferencia con la chica que bailaba frente a mí, y al verla hoy con esa imagen tan seria y formal, no pude hacer otra cosa que reflexionar sobre las diferentes personalidades o imágenes que poseemos y lo diferentes que son unas de otras. De hecho, el término “persona”, proviene etimológicamente del término latino: PersÅna (Máscara de actor, personaje teatral). Esta definición, aparte de producirme una sonrisa, me parece del todo adecuada para referirse a nosotros, individuos humanos, grandes actores del teatro social que nosotros mismos creamos y, lo que es peor, que creemos como cierto.
Es interesante darse cuenta cómo conformamos una personalidad diferente dependiendo de la situación en la que nos encontremos, de los objetivos o de los temores que tengamos, entre ellos el de ser aceptado socialmente. Por lo general se tiende a pensar que de noche, y con unas copas de más, nos liberamos de todas esas limitaciones que nos ponemos en nuestra jornada laboral para mantener una relación más o menos cordial con nuestros compañeros de trabajo, nos liberamos también de todas esas presiones que produce mantener una vida familiar estable y nos liberamos de actuar de una manera determinada para ser aceptados. En conjunto, del rol social que nos autoimponemos. Obviamente, si actuamos de una manera contraria a la que sentimos o pensamos, estamos fingiendo. Es decir, creando una máscara para conseguir esos objetivos.
El ser humano, desde que nace, comienza a recibir influencias por su entorno y pautas de comportamiento social o íntimo, sin las cuales, le resultará muy difícil adaptarse a una vida en común con los demás individuos de su especie. El niño, poco a poco, se va deshaciendo de las reacciones naturales con las que su instinto animal le dice como enfrentarse a las situaciones, y va adaptando su comportamiento a lo que su entorno le va inculcando. Pero al mismo tiempo, esa manera de actuar le produce el temor de que si no actúa de esa determinada manera, no será aceptado por los demás individuos. Es muy curioso darse cuenta cómo, en esos momentos nocturnos de “liberación”, nuestra personalidad se acerca más a nuestros instintos animales.
Echemos un vistazo al “club de moda”, el cual se parece, cada vez más al “zoológico de moda”. Básicamente, el espectáculo se centra en medir fuerzas entorno a otros individuos del género opuesto para demostrar que se es válido para compañero de apareamiento. Todo ello aderezado con músicas, cada vez más básicas, y brebajes; sin los cuales, no seremos capaces de soportarnos a nosotros mismos ante nuestra faceta más animal y simple.
Es realmente fascinante. Por un lado siento cierta alegría al ver cómo nos vamos deshaciendo, al menos por la noche, de todas esas máscaras impuestas socialmente. Pero, por otro lado, me produce una gran tristeza pensar que quizá solo seamos eso, otra especie animal más; y que todos estos años de evolución del pensamiento simplemente sean pura fachada. Si lo pensamos bien, quizá seríamos más felices satisfaciendo esas pocas necesidades básicas que nos pide nuestra naturaleza.
Ahora, precisamente, está muy de moda decir que todas esas necesidades materiales no nos hacen realmente felices, que la tele de plasma o el teléfono de última generación simplemente son necesidades creadas por el sistema capitalista para regenerarse a sí mismo. En cualquier caso, veo todas esas necesidades materiales como un juguete, más o menos avanzado tecnológicamente para entreteneros o para ejercitarnos, como cualquier otro animal, en las funciones que nuestra especie necesita para sobrevivir.
Se dice que al desarrollar la ganadería, la agricultura y la manufacturación de utensilios, la especie humana evolucionó. Pero yo me pregunto: ¿Fue una verdadera evolución o simplemente ocultamos ciertos instintos por comodidad?
Obviamente, una parte de nosotros, comenzó a interesarse por conocer el funcionamiento de las cosas y por la creación. Pero, otra parte, permaneció intacta con nuestras necesidades más básicas. Esas necesidades, que nunca desaparecerán, porque son indispensables para el desarrollo de nuestra especie, producen una serie de patrones de comportamiento, que curiosamente, son diferentes dependiendo del individuo en cuestión.
Por lo general, observo que los individuos que ejercitan más su parte intelectual, actúan de una manera más refinada a la hora de intentar satisfacer sus necesidades más básicas, y lo que es más interesante, no necesitan perder el control de una manera tan pronunciada. Observo también, que su comportamiento, no varía mucho dependiendo de la situación en la que se encuentren, del momento del día o de las copas que se hayan tomado. Por otra parte, los individuos que se limitan a seguir una rutina de trabajo y posterior desahogo del mismo, sin tener demasiadas inquietudes intelectuales, actúan de una manera diferente, buscan cada vez más, el “no pensar”, y se limitan a usar esta capacidad simplemente para cumplir en su trabajo o en su entorno familiar. Desde luego, siempre siguiendo unas pautas ya establecidas socialmente.
Indudablemente, esta es una observación general. Siempre existen individuos que no presentan unas características tan generales. Es muy interesante observar, que este grupo de individuos adoptan un mayor número de facetas o máscaras que los anteriores y que pueden ser diferentes para un mismo contexto situacional.
En esta reflexión, me quiero centrar en intentar averiguar cuál de todas nuestras máscaras es la más sincera, o la que presenta un menor número de influencias. Tras analizar varios tipos de individuos me doy cuenta que, presentamos un comportamiento mucho más básico y animal cuando estamos completamente influenciados, y esa es la gran contradicción, por los efectos de sustancias tóxicas para el organismo. Sin duda, esa faceta es la que se asemeja más a la que tenemos cuando somos niños, con unas reacciones más viscerales ante los acontecimientos. Pero no me atrevería a decir que es la más sincera, más bien diría que es la faceta en la que menos se utiliza la capacidad intelectual. Es interesante ver cómo coincide con esa etapa de la vida en la que esa capacidad no está desarrollada.
Debido a que la definición de sinceridad (Sencillez, veracidad, modo de expresarse libre de fingimiento), bajo mi punto de vista, presenta una contradicción en su primera acepción, ya que la veracidad o el modo de expresarse libre de fingimiento no tiene por qué ser sencillo. Si actuamos sin utilizar nuestra capacidad intelectual, y a no ser que el individuo en cuestión sea un bebe, estaremos fingiendo que nuestro cerebro tiene esa capacidad. Por el contrario, si actuamos sin tener en cuenta nuestros instintos y emociones, estaremos fingiendo que éstos también forman parte de nosotros. Si a todo ello le sumamos el tremendo factor influenciable del miedo a ser aceptado, la manera de actuar más sincera sería cuando tras analizar todos nuestros deseos, reacciones, sentimientos y sensaciones; actuamos usando nuestra capacidad intelectual para tomar decisiones de acuerdo con ese conjunto de factores, obviando el temor que nos produzca la consecuencia de esa acción.
En cualquier caso, todos necesitamos de ese momento de “liberación”, que no es otra cosa que fingir que nuestro cerebro no está actuando. Es esa la sensación que nuestro cerebro, generalmente, define como libertad. En mi caso, la definición de libertad se acerca más a lo que anteriormente he explicado como “faceta más sincera”, pero aún así, y después de esta reflexión, mi cerebro me pide que le engañe un poco. Tras analizar que si me voy a emborrachar y a perder el control, probablemente después me sienta como un animal sin cerebro; hoy decido irme a nadar. Sin duda, el deporte, es una de los mayores logros de la evolución del pensamiento.
Mañana será otro día.