Vine a Morillo – el pueblo en el que mi padre vio la primera luz – enclavado en el prepirineo oscense, entre frondosas y escarpadas cadenas de montañas y tierras de labranza, con el único propósito de traer a la memoria los días aquellos ya remotos de mi niñez, en que solía pasar parte de las vacaciones de verano.
Nada más llegar, cayendo ya la tarde un día cualquiera del mes de octubre, no dejó de sorprenderme el aire encalmado que se respiraba y el estado de soledad – como de tedio – que flotaba en el ambiente, mirase a donde mirase, como si algo fuera de lo acostumbrado, algo imprevisto, estuviese a punto de suceder. Parecía que hubiera arribado a un pueblo sin recursos, fuera del tiempo, al margen de los ruidos esperados en una localidad rural, del trajinar de sus gentes, salvo el fluir rumoroso de las aguas del río Á‰sera que lo cruza.
El cielo estaba cada vez más encapotado de nubes panzudas, como enormes borregos tiznados de ceniza, que vaticinaban la lluvia, en tanto, me adentraba por uno de sus callejones, estrecho y solitario, saliendo a mi paso las grises fachadas de sus vetustas casas de corpulenta piedra – al parecer abandonadas – mostrando más de una las puertas desportilladas, e invadidas por la profusión salvaje de la hiedra y la maleza.
No tardó demasiado en empezar a caer las primeras gotas, a despuntar una lluvia fina, mansa, como provista de una infinita monotonía y tesón, como si llevara lloviendo muchos días y muchas noches, recreándose así un marco de aislamiento y desolación en todo cuanto iba surgiendo ante mi vista. Algo más adelante, mirando hacia el norte, destacaban un puñado de huertas, y un abrevadero o lo que quedaba en pie, dejadas de la mano de Dios, y sumidas en la lejanía, desvaídas por la mano pavorosa de la lluvia y a medio asomar, los montes velados como perros dormidos en el regazo del tiempo.
De pronto, cuando más aturdido estaba, un hombre de figura enjuta, tez magra y bronceada acribillada de profundas arrugas, a la vez que tocado con un sombrero de ala ancha, salió a mi encuentro, y sin pensarlo dos veces, le espeté:
-Disculpe, ¿cómo es que no se ve a nadie en el pueblo?
-Emigraron, señor, los que todavía quedaban en Morillo – respondió. El pueblo ya no es lo que era, sólo quedan un par de casas rurales que en contadas ocasiones tienen huéspedes – prosiguió.
-Es bien triste – exclamé.
No es el´ único pueblo- repuso. Hay otros completamente en ruinas repartidos por buena parte de esta comarca. Cada vez va habiendo menos gente: los más jóvenes viajan a la capital en cuanto tienen ocasión, donde van a encontrar más oportunidades de trabajo, y los más viejos terminan sus días en el cementerio.
Emitiendo un suspiro, continuó: – No hay nada más triste y amargo que tener que contemplar un pueblo tan lleno de vida en otro tiempo, totalmente vacío, o casi -. Mire – me dijo – fíjese por un momento en la pared, toda de piedra, de la iglesia que se levanta frente a nosotros: al ir resbalando el agua por ella, ¿no tiene la sensación de que las piedras están llorando?, ¿están derramando lágrimas por el estado de abandono?.
Al buen hombre, desde luego, dueño de una sana imaginación, no le faltaba razón. Sin duda, la lluvia contribuía en tales circunstancias a la nostalgia más ácida por un tiempo que se fue, por un tiempo mejor.
-Sí, señor – concluyó – sin dejar de mirarme a los ojos – las piedras también lloran, como lo haríamos usted y yo, lo mismo que si fueran ánimas presas de la desesperación y del olvido.
Sin dejar de admirar la sabiduría popular que se desprendía de sus explicaciones, después de darle las gracias por la atención prestada, y mientras la lluvia pertinaz iba calando la tierra y resbalando por las paredes de piedra de las casas abandonadas, con el día finando, deduje que detrás de cada una de ellas permanecería la huella imborrable de generaciones de vecinos; en la plaza mayor se conservarían las pisadas de los días festivos y de feria, en el interior de la iglesia resonarían seguramente los ecos de los cantos y de las celebraciones litúrgicas; en el campo se podría sospechar la incansable labor diaria de hombres y mujeres entregados, y en la más pavorosa soledad del cementerio, el descanso eterno de aquellos que en vida hicieron posible el desarrollo económico, social y turístico del pueblo.
No se oían voces, ni pasos, tan solo la sospecha de que algo se estaba desmoronando, se venía abajo con una extenuante lentitud. Era tal la sensación de no correr el tiempo, de haberse pactado una tregua, que si regresara dentro de cincuenta años, sería como si nada hubiese cambiado, o como si todo fuese presa del pasado.
En «La lluvia amarilla», novela tan bella como amarga, Julio Llamazares narra con atino el estado de abandono, la despoblación más despiadada, y la lenta agonía en que se va sumiendo el pueblecito oscense de Ainielle, emplazado en las márgenes pirenaicas, al emigrar cada uno de sus habitantes, salvo uno que se resiste a abandonar su hogar, y partiendo de un largo monólogo interior, va desgranando su propia existencia sostenida por el silencio, la soledad,el frío, la nieve, y la presencia ineludible de la muerte, hasta el último día de su vida. En la memoria de Ainielle, en lo que una vez fue y representó, van a resonar los ecos de otros tantos pueblos y aldeas repartidos a lo largo de la variada geografía española, y que han corrido la misma suerte: la despoblación más absoluta, y el olvido más ingrato, la desaparición de sus moradores y de tantos sueños que un día quedaron en eso, en sueños que se lleva el viento.
Y, en el curso de nuestras andanzas, no hallaremos a nadie, únicamente hierba y maleza invadiendo lo que queda de lo que en otro tiempo fue una casa habitada, y en la que en los días más aciagos del invierno daba asilo y compañía al caminante, junto a una acogedora chimenea y un buen vino de la tierra; y en tiempo caluroso, a la caída de la tarde y con los primeros reflejos rosáceos del sol poniente, tomaban asiento a la puerta de la casa, en animada plática, a la vez que podían solazarse con la brisa cada vez más fresca que bajaba de la sierra.
Se había hecho de noche en Morillo, y había dejado de llover, si bien, el aire venía frío, y el lugareño con que me había topado un rato antes, de seguro que estaría dando de comer a los pocos animales que le quedaban. La noche, cada vez más oscura, más penetrante, borraba todo lo demás, y aún puedo ver el campanario de la iglesia medio en ruinas recortándose en la luna, que acababa de hacer acto de presencia por entre un entramado de nubes negras.
Todo quedó en silencio, como sumido en un profundo y largo sueño en los brazos confortables de la noche, hasta que con las primeras luces de la aurora volvían a perfilarse las gruesas paredes de piedra de las pocas casas que aún se mantenían en pie, reflejándose en ellas la humedad por la última lluvia.
En «La lluvia amarilla», libro del que tanto me queda por aprender, se lee: «El tejado y la luna. La ventana y el viento. ¿Qué quedará de todo ello cuando yo me haya ido¿? ¿Puede haber algo más parecido a esto que la muerte?
La áspera congoja y pundorosa declaración del último habitante de Ainielle, entre la desesperación y el lamento más desgarrado, resuena y salpica libremente en otros muchos pueblos españoles, en lo que una vez, hace mucho tiempo, fue la tierra de nuestros padres, de nuestros abuelos, de aquellas generaciones que vivieron y faenaron con arrojo la tierra que les vio nacer, o como bien expresan los versos de machado: «son buenas gentes que viven/laboran, pasan y sueñan/y un día como tantos/descansan bajo la tierra.
José Luís Alós Ribera
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