Le puse Ringo. No quería que nadie se me adelantara. Le puse Ringo por Ringo Starr, el batería de los Beatles. Creí que era el nombre que le pegaba. Los ojos caídos, como el de Liverpool, y ese punto perenne de tristeza en su cara hicieron que apostara por Ringo. Y aquí está: el rey indiscutible de la casa, ladrándonos sin hacer pausa alguna cuando se le antoja algo que, por otra parte, es casi siempre. Me lo trajeron estas niñas mías, envuelto en mimos, prácticamente recién parido. Y entre peloteo y peloteo al corazón de uno, pues se quedó el amigo a compartir vida con esta familia de cinco reducida hoy a tres por lo del vuelo libre de las crías cuando abandonan el nido. Se le preparó su cuna de cartón, su trozo de manta, y he aquí que el muchachito ya estaba preparado para que en rigurosos turnos de tres horas se le administrara su correspondiente biberón de leche templada… Lo demás, fue un correr en el tiempo.
Aparte de los agujeros en determinados rincones de las paredes, del mordisqueo constante a las patas de madera de la mesa del salón, de las zapatillas cubiertas de hilachas, los calcetines reducidos a ruina, y un billete de cincuenta euros que atrapó al vuelo cuando se caía de la mano tonta de una de mis hijas y del que no quedó ni el colorido tan grosero que tiene; todo en el quehacer diario de Ringo es digno de mención y elogio. Si no, que se lo pregunten al falso técnico de Gas Natural que venía a inspeccionar el termo y cuando escuchó el ladrido duro, potente -tipo heavy metal– de Ringo salió pitando escaleras abajo el canalla. Esa mañana lo invité a unas tapitas de caña de lomo, anchoas en aceite de girasol, un par de aceitunas y una loncha de pata negra; eso sí, bañado el ágape con medio vaso de zumo del bueno. No era para menos, caramba. Me había quitado de encima, con sus ladridos tras la puerta, un marrón de imprevisibles consecuencias.
Es antisocial, como el que suscribe. Y puesto que ya tiene la edad que tiene, no hay cosa que le guste más que tumbarse a todo lo largo sobre la esterilla de tomiza que me traje de Calañas y que tengo puesta en el cuarto de los sueños. “Es para grabarlo”, insinúa “la mama”: un servidor encorvado ante la página en blanco tratando de arrancarle a la inocencia algún pecado, Ringo resoplando de cuando en cuando en felicidad completa, la vela blanca en su punto álgido de luz, el humo del sándalo de canela enhebrándose en el aire y Ravi Shankar buscando el equilibrio entre ragas. Una escena vivificante donde las haya. Pero, ¡ojo!, que mientras tanto no toquen al timbre de la vivienda, porque entonces adiós al papel en blanco, a la vela, al sándalo y a los cánticos de la India. Pues, como alma que lleva el diablo, Ringo sale disparado y se enzarza en una escandalera de improperios caninos que hasta que no se le acaricia el lomo y se le ofrece una barrita de buey y pollo no para. Después, se le hace comprender, como es natural, que es la viejecita de enfrente que deja en el pomo su ración diaria de perejil metida en una bolsa de plástico…
Y es que es gracioso. Y es que el día menos pensado, un día cualquiera, se me va a ir sin hacer ruido, en absoluto silencio. Y es que seguramente, y a continuación, yo también me vaya.
Fotografía: Ringo
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