En la década de los años sesenta, el austriaco afincado en Estados Unidos, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford un famoso estudio longitudinal con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteó un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes comerte esta golosina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos». Luego les dejó solitos con los caramelos, y enfrentados a la dura tarea de tener que decidir. Efectivamente, algunos chicos (un tercio), no aguantaban ni un minuto y se comían el caramelo una vez que W.Mischel abandonaba la sala; sin embargo otros (dos tercios de los niños), preferían esperar para obtener una mejor recompensa: dos golosinas.
Algo llamó la atención al equipo de experimentadores, y fue el modo en que los niños que aguantaron los veinte minutos, sobrellevaron la espera: algunos se giraron para no tener que ver la golosina, algunos optaron por cantar o jugar para distraerse, y hubo incluso quienes intentaron dormirse. Estrategias todas que pretendían evitar estar continuamente enfrentados al duro dilema al que se les había expuesto.
Mischel, esperó catorce años, realizó un seguimiento de esos mismos chicos, que ya rondaban la veintena, y descubrió que los niños que habían sabido esperar sin comerse el caramelo, a que él regresara y tener así dos, eran ahora jóvenes que controlaban mejor sus emociones, más sociables, decididos y constantes; emprendedores y más exitosos académicamente. Sin embargo, los impulsivos que no supieron esperar, y se habían comido su caramelo antes de que él regresara, eran entonces jóvenes menos brillantes, con tendencia a desmoralizarse ante cualquier dificultad, con una autoestima baja, y bajos umbrales de frustración.
Para aquellos niños, lo que les propuso Mischel resultaba ser un desafío en toda regla, que les generaba un intenso debate interior: el impulso por comer una apetecible golosina, contra el deseo de contenerse para poder disfrutar en un futuro (veinte minutos) de dos golosinas. El deseo primario, contra el autocontrol. La gratificación inmediata, contra su demora y sus resultados. En definitiva lo que estaba poniendo a prueba Mischel, era la destreza emocional más básica: la capacidad de resistir el impulso.
Para nada este experimento refuerza un determinismo en la vida de las personas, sino que resalta, cómo algunas de las aptitudes que brotan tempranamente, suelen florecer y dar sus frutos más adelante, bien en la juventud o en la edad adulta, entre ellas la capacidad de controlar los impulsos y saber demorar la gratificación, habilidad aprendida desde la primera infancia.
Parece cierto que saber esperar, demorar la gratificación y desapegarse de los resultados, son claves de una vida feliz y exitosa, pero más cierto parece que la paciencia escasea, y así son cientos los mensajes que nos invitan a cambiar la realidad, al parecer “insoportable”, inmediatamente: “Aprenda inglés en tres meses”, “adelgace seis kilos en tres semanas”, “deje de fumar en dos semanas”… La ansiedad de querer cambiar la realidad “ya” viaja con nosotros. Les Luthiers ironizaban sobre ello: “Dios mío, dame paciencia, ¡pero, dámela ya!”. La esclavitud del “ahora mismo”, a la que tan sometidos están muchos niños, y cada día más adultos.
Emmanuel Lasker, campeón del mundo de ajedrez de 1894 a 1921, matemático y filósofo alemán, acostumbraba a decir a sus alumnos de ajedrez: “cuando veas un buen movimiento: espera; busca uno mejor”.
Por lo tanto, ser emocionalmente inteligente, o persona exitosa, no implica estar siempre contento o evitando continuamente el malestar, sino saber traspasar los malos períodos, reconocer los propios sentimientos y gestionar con solvencia emocional esas situaciones, sin dañarse ni dañar a los demás, es decir: mantener un equilibrio emocional. No se trata de eliminar el impulso, sino de administrarlo y gobernarlo con inteligencia, no de permitir que el impulso sea el que gobierne.
Rafael Arnaiz (1911-1938), nos trasmite de un modo más contundente esta misma sabiduría: ‘Toda ciencia consiste en saber esperar’, y es que parece que la capacidad de oponer resistencia a los impulsos, eludiendo o demorando una gratificación inmediata, en aras de alcanzar metas más lejanas –aprobar un examen, hacer funcionar una empresa u obtener los resultados deseados-, componen la parte más básica y esencial del gobierno de uno mismo, y así cualquier tarea orientada a estimular esta capacidad, será siempre de una gran trascendencia.