– Calla, no los critiques. Las películas son muy reales.
– Pero en las películas te matan, te levantas y sales andando. En la vida real te matan y estás muerto.
– La vida es riesgo o no es nada». Página 114.
Hay libros que tienen la facultad de atraparnos entre sus palabras como si fueran sortilegios. Á‰ste es uno de ellos. Lo difícil es recordar dónde se encuentra uno cuando lo lee pues, ¿no es acaso el Chicago de los años setenta todo el mundo al empezar a leer? Al levantar los ojos de las paginas de la novela sorprende encontrarse en casa, en el siglo XXI, o en el metro, camino de un trabajo ajeno a la pasma y la canallería.
Confieso que no me gustan las historias de la mafia, que repudié El padrino aunque estuviera bien escrito, que me pareció una burdería tratar a la familia Borgia como la primera familia mafiosa, además de una falsedad histórica sin gracia ni pase; aguanté Los Indomables de Elliot Ness porque los actores me parecían un lujo; etc. Es decir, el género me resulta tan ajeno como la mecánica del automóvil. Y sin embargo tengo que decir que Los canallas supo hipnotizarme como lo hicieran esas grandes obras porque tiene la gran facultad de transportar al lector a esas calles, a esas psicologías de capos que no hablaban por teléfono y psicópatas que a duras penas saben lo que piensan; de políticos «en nómina» y policías cuyos métodos están más cerca de la falta de legalidad mafiosa que del supuesto orden que tratan de mantener. Sin regodearse en las maneras, triquiñuelas y actos abominables de las organizaciones mafiosas, sin describir con minuciosidad los estropicios de un asesinato, se pinta con veracidad filmográfica un relato de lo que podría ser la realidad de la ciudad norteamericana de los puentes en el último cuarto del siglo XX.
La palabra surge con facilidad y el autor parece haber vivido siempre envuelto en esos ambientes temibles. Los trata con una familiaridad que impacta. La historia, por otra parte, engancha y nos lleva a un final doloroso pero reconciliador. ¿Hasta qué punto nos sentimos identificados con el «poli infiltrado» que está dispuesto a pasar la barrera, los límites legales para acabar con esos grupos de personas que trafican, estorsionan, aniquilan…? La pregunta no es baladí. La cuestión de la legalidad y la constitucionalidad de los actos de los gobiernos, de las organizaciones gubernamentales, de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no puede pasarse por alto en ningún país… que quiera llamarse democrático. Y, sin embargo, ¿cuántas veces no se ha sentido, como en el caso del protagonista, la necesidad de barrer los límites, la tentación de ignorarlos? ¿Cuándo, en un momento de rabia ante un hecho abominable, no se han difuminado las líneas para nosotros? ¿Dónde estaba el bien y dónde el mal?
Es saludable que en la obra se nos muestre a un juez y a un policía que aún tienen claras las limitaciones, lo que nos diferencia de la amoralidad, de la falta de conciencia, que nos mantiene lejos de la delincuencia y la ética vacía. Parece que, a pesar de la inmundicia y de la depravación a la que ha estado acostumbrado, el autor todavía cree en el ser humano con principios.
Y aunque Eugene no se deje llevar por los párrafos densos de ensayo filosófico, las preguntas están igualmente lanzadas para el lector. Que éste quiera recoger el guante o no, quedándose en la mera historia, es su elección. ¿Hay acaso algo más noble en un escritor que mantener la libertad de su público?
La muerte de Eugene, en extrañas circunstancias, descritas por él mismo en una de sus obras; circunstancias a medio camino entre una obra de Hitchcock (Crimen perfecto) y los asesinatos bien organizados de estas asociacioes ilícitas de fines criminales (piénsese en el famoso método del bloque de hormigón en los pies), no hace sino potenciar el morbo de leer esta obra que podría ser lo más auténtico, lo más cercano a un ensayo que pueda haberse escrito sobre este tema, sin perder, en cualquier caso, la emoción y la intriga propias de la mejor novela.