Santa Teresa tenía arrebatos místicos. Las súbditas y los locos sólo deliraban. No obstante, estos delirios no eran considerados siquiera enfermedades tratables sino delitos, para los cuales la santa recomendaba duras penas físicas:
“Parece sin justicia, que (si no puede más) castiguen á la enferma como á la sana: luego también lo sería atar á los locos, y azotarlos, sino dejarlos matar á todos. Créanme, que lo he probado, y que (a mi parecer) intentando hartos remedios, y que no hallo otros. […] Y porque no maten los locos, los atan, y castigan, y es bien, aunque parece hacer gran piedad (pues ellos no pueden más) ¿cuánto más se ha de mirar que no hagan daño á las almas con sus libertades?” (1847, 44).
Santa Teresa temía, en un mundo donde todavía se escuchaban los ecos del humanismo, “que el demonio debajo de color deste humor, como he dicho, quiere ganar muchas almas. Porque ahora se usa más que suele, y es que toda la propia voluntad, y libertad llaman ya melancolía; y es ansí, que he pensado que en estas casas, y en todas las de religión, no se debía tomar este nombre en la boca (porque parece que trae consigo libertad) sino que se llame enfermedad grave (y cuanto lo es) y que se cure como tal” (1847, 45).
Bien, está claro que la obediencia es la virtud máxima y la libertad una inspiración del demonio. Ahora, es necesario fundar un método. Los súbditos, especialmente las mujeres, deben aprender ciertos pasos previos, como “que no entiendan que han de salir con lo que quieren, ni salgan, puesto en término de que hayan de obedecer, que en sentir que tienen esta libertad está el daño […] y han de advertir, que el mayor remedio que tienen, es ocuparlas mucho en oficios, para que no tengan lugar de estar imaginando, que aquí está todo su mal” (1847, 45). Más adelante no deja lugar a dudas: “no creo que hay cosa en el mundo, que tanto dañe a un perlado, como no ser temido, y que piensen los súbditos que puedan tratar con él, como con igual, en especial para mujeres, que si una vez entiende que hay en el perlado tanta blandura […] será dificultoso el gobernarlas” (1847, 239).
El método de mantener a los súbditos ocupados con actividades productivas ya era conocido, pero será central en las sociedades esclavistas y posesclavistas de siglos posteriores. No creo que hoy se haya vuelto obsoleto; sólo han cambiado algunos ideoléxicos: ahora “libertad” es una bandera positiva y se usa como producto de consumo, es decir, para promover la idea de que lo que hacemos lo hacemos por libertad propia aunque haya sido previsto por algún agente especialista en marketing con bastante anterioridad.
En tiempos de la santa esta preocupación por evitar la imaginación ajena era algo común. Bastaría con recordar a Juan de Zabaleta. Medio siglo después Francisco Cascales, en Cartas filológicas (1634) [Vol 1. Madrid: Edición de “La lectura”, 1930] recordaba y recomendaba que “la aguja y la rueca son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada” (13). Una lectura más amplia revela que donde dice “mujer” quiere decir “hombre”: la aguja y la rueca son las armas del hombre…
Poco más adelante, al comenzar el capítulo VIII, la santa se defiende de algunos incrédulos (incrédulos como ella misma cuando se trata de los arrebatos de sus vecinas): “Parece que hace espanto á algunas personas solo el oír nombrar visiones, ó revelaciones: no entiendo la causa por qué tienen por camino tan peligroso el llevar Dios un alma por aquí, ni de dónde ha procedido ese pasmo” (1847, 47).
El misoginismo abunda en la literatura de este siglo, pero anotemos que el asco ético y cultural por lo femenino no pocas veces se articuló y legitimó en la pluma o en la voz de una mujer. Para la célebre santa, la mujer era naturalmente débil y pecaminosa, como Eva. Aunque Eva era intelectualmente inferior a Adán, la tradición posterior no ha castigado la imagen de Adán, quien consintió en comer el fruto prohibido, tanto como la de Eva, quien apenas fue un medio del mal (en la época, el número dos significaba la mujer y a la dualidad, propia del demonio).
“Téngase aviso que la flaqueza es natural y es muy flaca, en especial en las mujeres […] es menester que á cada cosita que se nos antoje, no pensemos luego es cosa de visión […] a donde hay algo de melancolía, es menester mucho más aviso, porque cosas han venido a mí destos antojos” (1847, 49). En otro momento: “De dónde vienen estas fuerzas contra Vos, y tanta cobardía contra el demonio? (1958, 693).
La santa, en cambio, tenía la virtud de ser masculina: “por grandísimos trabajos que he tenido en esta vida […] no soy nada mujer en estas cosas” (1958, 314).
Ahora, distinguir la verdad de la mentira, la realidad de la ilusión, lo divino de lo demoniaco es cuestión, en Santa Teresa, no de algún análisis o razonamiento sino de sus propios arrebatos. Y cuando no está segura de distinguir una cosa de la otra, el recurso es claro e inapelable: obedecer a la autoridad, delegar la responsabilidad de equivocarse a alguien más a cambio de obediencia.
Sin duda la obra “ensayística” de Santa Teresa es harto interesante y abunda en una infinidad de afirmaciones reveladoras. Más que las ideas de un individuo, reflejan las ideas y el pensamiento popular de una época. Las citas que traje en esta breve reseña son apenas una muestra. Es curioso que en las academias de filosofía y literatura sean más conocidas (y harto discutidas) Las moradas del castillo interior (1577) que sus reveladores ensayos y comentarios.
Santa Teresa no era buena teóloga. En sus escritos hay pocas referencias a las Sagradas Escrituras (menos, incluso, que en la hereje Sor Juana). Apenas de paso, más por tradición popular que por rigor teológico, Santa Teresa menciona el problemático libre albedrio para ponerlo dentro de sus límites de su fórmula de la obediencia es divina, la libertad es demoniaca. “¡Oh libre albedrío, tan esclavo de tu libertad si no vives enclavado con el temor y amor de quien te crió” (1958, 700). El cardenal Joseph Ratzinger, en Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Santiago (Chile): Ediciones Paulinas, 1986, repetirá esta misma fórmula para combatir y condenar a los nuevos teólogos de la liberación en América latina.
Por siglos, el libre albedrio distinguió a los católicos de los protestantes que subscribían al fatalismo de los elegidos antes de nacer. No por casualidad hubo humanistas dentro del catolicismo. No por casualidad el protestantismo fue una de las consecuencias del humanismo católico. No por casualidad las ansias de libertad y libre albedrío terminaron, una vez más, en el fatalismo protestante. No por casualidad la teología católica del libre albedrio fue contenida con la rígida estructura vertical de la iglesia católica y de las sociedades dominantemente católicas.
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Jesús, Santa Teresa de. Obras de Santa Teresa de Jesús. [1573] Barcelona: Juan Olivares, 1847.
Jesús, Santa Teresa de. Obras Completas. Madrid: Editorial Plenitud, 1958.