Cultura

Los intelectuales y la filosofía práctica

        Se considera generalmente que los intelectuales, es decir, las personas que trabajan con la mente y no con las manos, los creadores, los escritores y ensayistas, los universitarios que no dejan de serlo al terminar estudios superiores y viven de alguna manera ligados a la universidad durante buena parte de sus vidas, ven la Filosofía de manera distinta a como la ve el común de los mortales.

Ortega en 1914. Foto Alfonso. Fundación Ortega y Gasset

En cierta forma es verdad, porque el intelectual puro posee más capacidad objetiva que otras personas menos cultivadas en el proceso de comprensión de los conceptos teóricos derivados de las ciencias humanas, pero no sería tan cierto si lo mirásemos desde viciadas perspectivas. No hay que despreciar al intelectual por considerarlo miembro de una estirpe privilegiada o de una clase elitista alejada de la vida de los mercados y las calles. Esa visión del intelectual enclaustrado en su torre de marfil es decimonónica y en absoluto real a día de hoy. Los filósofos que han llegado a la Filosofía con mayúscula no solo abordan el estudio de extraños conceptos teóricos que de poco sirven en principio a la gente normal; también aplican esos conceptos al vivir cotidiano de la inmensa mayoría. Por eso, los beneficiarios últimos no son ellos en exclusiva, sino también la gente de la calle.

Ortega y Gasset y su discípulo Julián Marías, por ejemplo, fueron intelectuales públicos que permanecieron atentos al mundo y a la sociedad, y mantuvieron siempre una posición de independencia que les honra. Ambos, desde sus respectivas trayectorias, supieron analizar la situación de la España de su tiempo y fueron capaces de colaborar en el bienestar de la nación. Yo tuve el privilegio de charlar con don Julián Marías en dos o tres simposios y cursos, la última vez en El Escorial –de esto hace ya muchos años, por desgracia–, y puedo dar fe de su sana preocupación por acercar el pensamiento filosófico al común de los mortales. No fue nunca un filósofo encastillado, sino más bien un ciudadano comprometido y lúcido que colaboró en el mejoramiento del país con las valiosas armas del intelecto.

Jaime de Salas decía, en un artículo publicado el 16 de diciembre de 2005 en ABC, que «los dos, Marías y Ortega, coinciden en buscar una comprensión de la vida cotidiana desde la metafísica. Logran que a través de sus páginas el lector llegue a comprender mejor su mundo y a sí mismo». Pienso que los dos unieron su interés por la metafísica –es decir, por el conocimiento último de las esencias del ser en cuanto tal- con la capacidad de observar en derredor, comprender la vida y regenerarla en lo posible.

A veces pedimos al intelectual que baje su nivel para comprenderlo y asimilar sus ideas con mayor facilidad, y sobre todo sin esfuerzo; y a nadie se le ocurre, en cambio, subir el suyo propio al objeto de llegar a otro estadio de mayor conocimiento. De ahí nace un cierto rechazo enrabietado contra la postura del ilustrado, del erudito, del universitario. A mí me parece muy bien solicitar sencillez al que nos supera en nivel académico o intelectivo, de modo que podamos entenderle mejor y asimilar su discurso, pero creo que es un disparate –digno de sociedades o personas de pobre mentalidad– pretender que el intelectual no se comporte como lo que es, una persona preparada que aporta con su trabajo lo que antes la sociedad le ha dado: cultura. Cultura a través de sus teorías, de sus pensamientos, de sus investigaciones, de sus conferencias y publicaciones.

Habría que preguntarse para qué forma intelectuales una sociedad como la nuestra, con el dineral que cuesta eso, si luego los ningunea o los orilla. O peor aún, si considera la erudición como una forma de soberbia. La Filosofía, lo mismo que el resto de las ciencias y disciplinas, no constituye ningún reducto idóneo exclusivo para universitarios; vale para todos, por supuesto que sí, pero esa adaptación a la mayoría es preciso hacerla con talento, sabiduría y prudencia. Utilicemos la cabeza para algo más que separar las orejas.

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Sobre el Autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española