Quedan días contados para acabar el verano. No obstante, inauguramos septiembre con los sofocos que julio y agosto nos evitaron en su magnanimidad climática.
El predecible cambio de estación no lleva aparejado el inmediato reinado de un otoño proclive a dejarse rogar, a demorar su melancolía tras la brevedad impaciente de los días.
Sucumbe el verano entre el bochorno húmedo de los últimos arrebatos flamígeros de un sol reacio a que las nubes le arrebaten su monopolio luminoso en el cielo.
Un empeño condenado al fracaso que alimentará la paciente esperanza de quienes resurgen con el rocío de las mañanas grises y frescas que imperceptiblemente se anuncian próximas.
Quedan los últimos días del verano aferrados a los números del calendario, sin poder impedir una agonía exhausta e inútil.