Con el beneplácito de mi amigo Juan Bautista Mojarro te deposito hoy, Lucero, en el umbral de la bohemia. En el inicio de un camino que no sé si será largo, corto, tortuoso o recto. Que de ello, ya me irás ladrando conforme visites los corazones de quienes te vayan acogiendo. Yo te confieso que siempre anduve por andurriales, veredas y vericuetos. Y aquí me tienes, tan campante y con la mochila repleta de destellos secretos. Pero tú, a tu aire. Que no quiero que parezca que te estoy adoctrinando.
Además, me consta que estás sobradamente curtido en los asuntos del tiempo. No en vano, gozaste del aprecio de Arturito, de las luces y las sombras de los patios y huertos de aquella Huelva lejana y rosa, de los cañaverales de la gavia, de las higueras, de los jaramagos y amapolas, de las campanillas rojas y las “pilistras” volteadas por el suelo, de los trigales, de los gorriones en sinfonía, del vuelo blanco y azul de las palomas, del rodar de las carretas y el Simpecado de plata y el Pitraco camino de la aldea, de la amistad de Juan el zapatero, de las palmaditas de Manolo el tonto, de la sonrisa cómplice de Rafael Carbonell el torero, de la humanidad de El Caena, del mirar a las estrellas en un crepúsculo no terreno, del amor maternal de Linda en la que te cobijabas por entero; todo un rosario de estremecimientos en un discurrir casi eterno.
Con la aquiescencia de mi amigo Juan Bautista Mojarro te deposito hoy, Lucero, sobre uno de los bancos enladrillados y con arabescos que pueblan los Jardines de Murillo sevillanos. Junto a una ninfa en soledad te dejo. Que ya me irás ladrando, Lucero, acerca de tu peregrinar bohemio.