El abanico de plumas
– El Mulá sentÃa una verdadera pasión por los burros – les contó una tarde durante el paseo-. De ahà que su efigie sobre un pequeño asno y tocado con un enorme turbante sea tan familiar en tantos pueblos de Asia central. También de todo el mundo árabe musulmán en dónde se desarrolló el misticismo sufÃ.
– Pero tú nos dijiste, Alma Noble, que ese asno era el reverso de su mensaje.
– ¡Claro! – les respondió riendo-. No hay nada más antagónico que un asno para los que se empeñan en conseguir la sabidurÃa a cualquier precio, en lugar de salir a su encuentro.
– Cuéntanos alguno de sus cuentos, – le pidieron al unÃsono.
– Esto, al parecer, sucedió en Persia, en dónde el NasrudÃn de su tradición ejercÃa como magistrado. Aunque la tradición nos lo quiere presentar como analfabeto, y que era su sentido común iluminado por su despertar en el sufismo lo que le procuraba sus ingeniosas resoluciones. Pues bien, un dÃa se presentó ante él un pretendido mÃstico que rehuÃa el trato con la gente corriente y le dijo:
“Maestro, ¿es cierto que usted posee poderes sobrenaturales?â€.
“Antes de responderle, me gustarÃa saber algo acerca de sus altÃsimas experienciasâ€, le dijo el Mulá.
“Cuando me siento en la soledad de la gran mezquita, siento como una fuerza que me eleva hasta el octavo Cielo y que…â€
“¿El octavo?â€, le preguntó solÃcito NasrudÃn. “Vaya, vaya, pero prosiga, por favorâ€.
“Siento que me envuelve como una nube y que un abanico de plumas de avestruz me acaricia el rostro…â€
“¿Y las plumas de ese abanico despiden asà como un aroma cálido y envolvente, respetable maestro?â€, le preguntó NasrudÃn.
“¡Eso, eso es!â€, contestó alborozado el muy incauto impostor.
“Pues no hay duda algunaâ€, – le soltó el Mulá. “Lo que usted llama plumas de avestruz no son más que los pelos del rabo de mi burro cuando suelta un cuesco en el rostro de los caras que se pretenden maestros iluminados. ¡Que pase el siguiente! Este ya está visto para sentenciaâ€.
– ¿Y que sentencia le cayó?, – preguntaron al unÃsono Sergei y Ting Chang.
– Eso pertenece al secreto del sumario, pero ya os lo podéis imaginar. ¡Limpió los establos de la comunidad que aplaudió entusiasmada!
J. C. Gª Fajardo