Sentí que la muerte rondaba el exterior de la casa nada más acercarme a ella. Fue un hálito frío y rápido, aunque la corta duración no impidió el estremecimiento de mi cuerpo y que provocara la duda sobre si seguir avanzando o no. Continué. Después me arrepentiría, pero en ese segundo tomé la decisión de afrontar mi destino.
La imposición de visitar al habitante de aquella estancia, que siempre fue llamada «casa del profesor», aunque ahora ya poca gente la conoce por tal nombre, se debió a la promesa hecha a un amigo de informarle sobre la vida actual de nuestro antiguo y respetado maestro. Mi esporádica visita veraniega a la ciudad de nuestros infantiles estudios justificaba su petición.
Afirmo que sentí miedo al llegar ante el caserón cerrado y pulsar un timbre inútil que no oí sonar en el interior. Golpeé con el puño la puerta, y esta tembló indicando su vejez e inestabilidad. Cuando se abrió, un anciano y casi irreconocible profesor de la niñez apareció junto a la mirada cruel y escrutadora que el recuerdo había atado a la memoria con la fuerza del temor y la admiración. Eso fue lo que me hizo reconocerle: solamente la mirada fija y penetrante de sus ojos pequeños. Solo la mirada, que me dejó quieto y en silencio, mientras volví a sentir el soplo de viento helado que recorría el exterior. La mirada. Tan sólo la mirada cruel me indicó que aquel había sido mi maestro.
No sé lo que duró el silencio entre ambos. Yo no acertaba qué decir y él esperaba con su sempiterna seriedad y aspecto enfadado. Fue él quien habló, finalmente. Pronunció mi nombre y me ordenó pasar al interior.
Más tarde, mucho más tarde, frente a mi amigo, no supe contarle lo que había sucedido con exactitud. Tuve que inventar gran parte de lo ocurrido para justificarme. No pude narrar lo que aquel ídolo, que representaba el miedo de nuestra juventud y también nuestra idea de lo respetable y hasta casi lo divino, de lo serio y lo profundo, de lo eterno y lo verdadero, me dijo a las puertas de una muerte que él estaba esperando y que yo no había hecho sino interrumpir… Interrumpir, según era mi costumbre, tal y como él me lo hizo recordar en aquella visita que intentaré escribir, a pesar de no haber podido contarla antes al amigo. Ahora, en la soledad de este instante y con el transcurrir del tiempo, sí puedo abrir paso al molesto recuerdo del monólogo que escuche de mi antiguo mentor, pues durante aquella entrevista no creo haber pronunciado ni una sola palabra.
Esto fue lo que aquel hombre, con su acostumbrada voz, profunda e imponente, habló:
«Siempre interrumpiendo, señor mío, siempre interrumpiendo. Te reconozco perfectamente. Te recuerdo. Como a todos, igual que a cada uno de mis alumnos, te recuerdo. Podría recitarte el nombre de todos y cada uno, y hasta los rasgos de vuestras caras y los gestos, incluso las palabras con las que disculpabais los errores o el desconocimiento. Os retengo en mi memoria, que nada olvida. Sí, mantengo fija y perenne la imagen de todos vosotros presente conmigo; y cada largo día que transcurre no sirve para perder, en el amable olvido, la sensación de repugnancia y asco que siempre me habéis inspirado. Vuestros rostros, gestos y palabras son los compañeros indeseados de cada minuto que aún respiro. Cuando os tenía en mi presencia soñaba con el día en el que me alejase de las aulas y de vuestras figuras juveniles y revoltosas, alegres y vanas. Aquel sueño mantenía mi fuerza para soportar las risas y los juegos con los que adornabais la alegría de la niñez. Pero te confieso que ahora la evocación de todos y cada uno de vosotros mantiene viva en mí esa repugnancia y el mismo asco de aquellos tiempos. A pesar de los años y de vuestra ausencia aún escucho los gritos infantiles, estúpidos y sin sentido, veo vuestros cuerpos sanos y flexibles, y odio la alegría de vuestro vigor sin freno. Os odio cada vez más porque yo envejezco; en cambio vosotros, la imagen permanente y quieta de vuestra infancia, no varía en su alegre y estúpida vitalidad. Y ahora que el tiempo se acaba, ahora que la muerte parece rondar en torno mío, como siempre, pero más cerca; ahora, cuando ya creo que podré descansar de vuestro insultante recuerdo… te presentas tú en lugar de ella. Aunque bien mirado, sois lo mismo. Tú y los tuyos, todos mis jóvenes pupilos, tan odiados como recordados, sois mi muerte. Siempre fuisteis el anuncio de mi fin. Siempre habéis sido la envidia del fulgor; de ahí mi odio y mi temor hacia vosotros. Y es que, en realidad, todo se reduce a los celos que me habéis inspirado. Yo, si he de serte sincero, nunca quise ser vuestro maestro. Deseé, en cambio, ser igual a vosotros, alegre y vital, lleno de salud y fuerza. Pero esa ilusión era algo imposible: un sueño roto de continuo. En torno a mí siempre rondó el viento frío de la enfermedad como ahora el de la muerte. Ese frío que espanta a los jóvenes, aunque apenas lo perciban. Y vete ya. Apartaos, por fin, de mí. Tu presencia no es más que otra pesadilla».
Cuando me alejé de aquel loco, el calor pareció embargarme de nuevo, dándome una energía que antes había perdido de forma inexplicable, aunque pensé, con desagrado, que si había advertido el viento de la muerte, la presencia de la gélida y mortal compañera del profesor, era indicio de que mi juventud comenzaba a irse. Con esa incertidumbre en el pensamiento, giré mi cuerpo para lanzar un último vistazo a la casa que acababa de abandonar, y observé, en el cristal de la ventana pegado, el rostro furioso y serio de mi maestro y su mirada escrutadora, de ojos pequeños, clavada en mí; odiándome.