Cultura

Mala suerte

Vientián (Laos), 19 de abril de 2009

Ayer terminaron las fiestas del Año Nuevo budista, y lunar, en todos los países de la zona. Ha sido una semana de desmadre generalizado. Empezó, para mí, en Luang Prabang, siguió luego en la fragosa ruta que desde allí conduce, de puerto en puerto, de pueblo en pueblo, de nada en nada, a la inquietante Llanura de los Jarros, así llamada por los descomunales recipientes de piedra en bruto que desde hace un par de milenios, hincados en la tierra, la salpican, y terminó en la capital del país.

Los jóvenes habían tomado las calles y circulaban por ellas en tuktuk o en camioneta, montaban guardia en las esquinas, en las aceras, en los portales, en los templos, y desde esas garitas, troneras y rampas de lanzamiento arrojaban cubos de agua a los transeúntes o los perseguían con los chorros de las mangueras.

Era imposible dar un paso sin terminar empapado, y empapados terminaban el pasaporte, el dinero, la ropa interior, la exterior, el alma y cualquier otra cosa que se llevara en el bolsillo, colgada del cuello o escondida en las partes pudendas. También se arrojaban baldes de agua sobre las efigies de Buda plantadas en el patio de los templos o agazapadas en la penumbra de las capillas.

Nadie hacía un mal gesto. Llovía, por una vez, a gusto de todos. El calor, además, era infernal, por lo que las duchas se agradecían. Los jóvenes meneaban las caderas y alzaban los brazos al compás de músicas ensordecedoras. Miles de jovencitas con las camisetas mojadas, los ombligos al aire y las minifaldas en revolera transformaban la austeridad del budismo en explosión dionisíaca, zafarrancho de sensualidad y vórtice de feromonas.

En la cercana Tailandia, a todo esto, los partidarios de un político como tantos otros se echaban a la calle, el ejército los imitaba, los tanques salían a tomar el fresco con cuarenta grados a la sombra y las autoridades declaraban el estado de excepción.

¿De excepción? ¡Vaya, hombre! ¡Con lo que a mí me gustan esas situaciones! ¡Qué mala pata! ¡Para una vez que hay un poco, sólo un poco, de jaleo al alcance de mis sandalias, y yo, de picnic, por así decir, en uno de los lugares más pacíficos de la tierra! Laos lo es ahora, aunque no lo fuese en los años de la guerra de Vietnam (como lo atestiguan los miles de minas antipersonas que todavía, agazapadas a flor de tierra, acribillan la Llanura de los Jarros y otras partes del país), y yo estaba perdido en lo más profundo de sus entrañas.

Intenté regresar, desde ellas, a Bangkok, para ver lo que allí se cocía, pero no hubo forma. Hacerlo desde Phonsavang habría requerido no menos de tres jornadas, y yo sabía, porque conozco a los tailandeses, que el jaleo no duraría tanto. ¡A quién se le ocurre montar una algarada en coincidencia con el equivalente indochino y budista de la noche de san Silvestre!

Y, en efecto, no duró. ¡Mala pata la mía, en efecto, y buena, bonísima, la de mi amigo David Jiménez, corresponsal de El Mundo en el sudeste asiático, que estaba allí, al pie de los tanques y de los autobuses en llamas, bañándose no en agua lustral y sensual, como yo, sino en los manguerazos del subidón de la adrenalina!

Le envié un mail para felicitarle y dar cuenta de mi envidia. Supe luego por sus crónicas que los turistas estaban en desbandada, como era de suponer, y la envidia creció.

Aconseja Moratinos que no se viaje ahora a Bangkok. Se equivoca. No le hagan caso. Es el momento de hacerlo. Yo acabo de enviar allí a mis dos hijas y mis dos nietos, para que desde la capital de Tailandia regresen a la de Vandalia, y todo está en orden. Corran, si pueden y la crisis se lo permite, a Barajas, métanse en un avión de la Thai, aterricen en el mejor aeropuerto del mundo y disfruten de la ciudad más alegre, confiada y divertida del planeta. Todo, en ella y en el resto del país, estará aun más barato de lo que estaba hace unos días y, por añadidura, más vacío.

Jauja, amigos. No se la pierdan.

Yo también lo haré, ir a Bangkok, pero antes voy a quedarme ocho o diez días en Vientián, como si fuese un personaje de novela de Graham Greene o de Malraux, para que David Jiménez me envidie un poco.

De sobra sé que, por desgracia, no lo soy, americano tranquilo en el Continental de Saigón ni ladrón de tumbas reales en Camboya, pero fui feliz en la capital de Laos hace cuarenta y un años, y sigo siéndolo hoy, aunque todo en ella, como en el resto del mundo, haya ido a peor.

Ya no hay, como había entonces, seiscientos fumaderos de opio…

El puritanismo avanza, la represión se extiende y el mundo entero es ansí (dijo Baroja) mientras la libertad de costumbres, urbi et orbi, se bate en retirada.

Paciencia y, pese a todo, viajar.

Pero no vengan aquí. No incordien. No transculturalicen. Nos vemos, si les parece, en Bangkok.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.