Eran dos extraños íntimos rodeados de una soledad multitudinaria que nada les importaba. Ella iba, él venía, dos caminos paralelos condenados a no encontrarse jamás, salvo por un suspiro, una eternidad ficticia repleta de simbolismo falaz.
Ella sonreía con timidez, guardando su secreto en el dedo anular de su mano derecha. Asía su bolso con firmeza y rastreaba con la mirada hasta que le encontraba a él, y entonces, la timidez desaparecía, pero el secreto seguía a buen recaudo.
Á‰l sonreía con ilusión, una ilusión repleta de sueños de vigilia, de vigilias emplazadas en desiertos de soledad. Ajustaba su corbata, por rutina, por nerviosismo, nunca por necesidad, se acariciaba la barbilla y rastreaba con la mirada hasta que la encontraba a ella, y entonces, la ilusión se disfrazaba de realidad y todo parecía tener sentido.
La mentira repetida se convierte en verdad, dice la canción. La rutina mimetizada endulza la soledad, pensaban ellos. Soledades encubiertas, soledades falseadas, ahora de matrimonio, ahora de amistad. Soledades olvidadas en diez segundos de felicidad.
Dos autobuses que cruzan su camino cada día, dos extraños que se observan al pasar, dos rostros repetidos que comienzan a sonreír, con desgana, sin emoción. Dos sonrisas que se alimentan de significado, una rutina que se convierte en necesidad.
Los fines de semana se hacen eternos, las juergas nocturnas ya sólo amargan, los momentos familiares se vuelven insulsos, el lunes es el horizonte deseado. Los dos se necesitan, él a ella y ella a él, necesitan ese breve encuentro, ese cruce de miradas fugaz, esas sonrisas limpias y sinceras, ese no conocer nada más.
Á‰l indaga en el ‘y si’, ella se refugia con su ‘así está bien’, pero ambos dejan transcurrir las horas con la apatía del que aguarda un momento más importante, el momento en el que sus dos autobuses se vuelvan a encontrar, a las ocho de la mañana del día siguiente, de mañana.