El libro que reseño hoy no se trata de una novedad editorial. Tiene ya casi nueve años. Ni se trata de una novela histórica. Ni siquiera la obra de un gran novelista. Se trata de un sencillo libro de ensayo, con párrafos cortos, análisis certeros, comentarios apenas, y un sinfín de fotografías de obras de arte, que es, ante la imposibilidad de contemplar los originales, la mejor manera de hablar de arte: enseñándolo. Se trata de un libro de bolsillo, un ejemplar sin tapa dura que lo proteja pero que me ha acompañado por la costa española, Madrid y Londres, donde, curiosamente, retomé a Mantegna después de muchos años. A pesar de mi amor por la pintura y mi posterior adición al Renacimiento Italiano, el pintor no había llamado nunca mi atención. Yo era mucho más sensible a la terribilitÁ de Miguel Ángel o al perfecto orden de Rafael, incluso a la paz de Fra Angelico o a las Vírgenes bellísimas de Filippo Lippi. Y he aquí que una poetisa de gran talento dejaba impreso en uno de sus poemas de Usted: |
«[…] y escribiendo una y otra vez que la vida es el escorzo / más doloroso / que hubiera podido pintar Mantegna en sus pesadillas».
El universitario con pretensiones que yo era entonces cayó postrado ante los versos y se puso a buscar obras de Andrea. Sin embargo el primer encuentro con el pintor no es todo lo que la escritora me había hecho soñar y su nombre se pierde en el maremágnum de mi cabeza junto al de otros artistas, sin destacar especialmente. Me avergonzaba de mi falta de sensibilidad y criterio estético y por eso, como otras preferencias y gustos, decidí esconderlo, para evitar que la intelligentzia del país me descubriese como un ignorante pretencioso y vacuo, incapaz de captar la grandeza de los escorzos, esos valientes planteamientos de perspectiva, y el dolor exquisito de las figuras. Como si a nadie le importase mi opinión sobre el arte del Renacimiento… ni sobre nada (ya lo decía en un artículo reciente en www.generacion.net: la vanidad del escritor es infinita). El tiempo me dará la oportunidad de reflexionar sobre los valores del pintor y eso me permitirá abrir puertas a misterios que me inquietan: lo reencuentro en un palacio inglés, catorce años después, en un lienzo, sorprendentemente grande, una serie en realidad «Los Triunfos de César». Diez telas pintadas, quién lo iba a pensar viéndolas en mitad de Hampton Court, para una corte italiana, concretamente Mantua y su marqués: Francesco Gonzaga. Justo unos días después encuentro un libro solitario, en la ciudad del Turia, una pequeña monografía sobre el maestro. La Madonna de la Victoria, sus grisallas… y la aparición en el libro de Isabella d’Este me convencen para adquirirlo. El talento del hombre es innegable, su éxito en la corte de los Gonzaga, donde no sólo pinta, sino que es consejero artístico, jurado y humanista, constituye uno de los mayores reconocimientos que alcanzara artista alguno, no ya de la época sino de muchas épocas. El libro me lleva de Padua y al taller de su maestro, y al encuentro decisivo con Donatello; luego a Ferrara; y, finalmente, a Mantua, de donde sólo saldrá para un encargo papal en Roma y por expresa petición de Francesco Gonzaga. Una vida larga, prolífica y exitosa que culmina con algunos de los trabajos más famosos de su época: la serie ya mencionada, el studiolo de Isabella y la «Camera picta». Pero será en el segundo de ellos donde me detenga un momento para un descubrimiento final. El lugar de reflexión y debate artístico de Isabella contiene uno de los cuadros del autor: El Parnaso, pero la guía nos dice que «Después de la muerte de Mantegna, el cuadro fue repintado en parte, de manera que los rostros de los protagonistas han adquirido una inédita blancura, extraña a la inspiración mantegnesca». Los protagonistas son Venus y Marte, representación alegórica de sus mecenas: Isabella y Francesco. ¿Por qué son retocados esos rostros? Quizá la clave la encontramos también en el libro, cuando dice que: «Parece que la marquesa no apreciaba las dotes de retratista de Mantegna, opinando que éste no conseguía plasmar el parecido con los personajes». Sospechoso. También nos dicen que algunos pintores rechazaron la oferta de la hija de los d’Este para pintar obras cuya finalidad era el studiolo, al considerar su programa iconográfico como demasiado forzado. Lo cual, unido a la incapacidad que tuvo para retener a Leonardo da Vinci en la corte, siquiera para convencerle de que la hiciera un retrato empieza a hacer sospechoso su peculiar mecenazgo. ¿Conocería da Vinci la valoración de la marquesa por el trabajo de su compañero Mantegna? ¿O sencillamente esperaba ofertas mejores o menos «controladoras» que la de Isabella? La muy cultivada marquesa, educada por los más refinados humanistas de la exquisita y cruel corte estense, cuna en ciertos sentidos de la ópera; cuyos celos de Lucrecia Borgia son famosos (la hacía espiar continuamente y se hacía describir con detalle los trajes y joyas de la esposa de su hermano), tenía una extraña relación con los mejores pinceles de su época, que intentaban escapar, por lo visto, de su exceso intervencionista. ¿Sería capaz Isabella de mandar retocar El Parnaso que pintara para ella Mantegna o serían otras las circunstancias que lo someterían a modificaciones? ¿Se atrevería la marquesa, muerto ya el pintor que retratara a su marido al menos en dos ocasiones, a desfigurar una obra maestra? El libro me lleva, me transporta, a otra época, a otras formas de concebir el mundo y el arte… y me trae de la mano otras lecturas que estoy impaciente por abordar. ¿Qué se puede decir mejor de una obra divulgativa? El sueño de lo antiguo, el oro de la corte… el encanto infinito de la intriga renacentista y su explosión de belleza apasionada por el hombre. |