-¡Qué greñas! ¡Anda, y ve el peluquero! Eran palabras de mi madre, que yo obedecí. Solo que cuando llegué e intenté entrar, me di con la puerta en las narices; luego leí un cartelito que decía: “Cerrado”. Más allá de aquello, no vi nada de particular. Me sorprendí, sí, que a esas horas de la mañana el establecimiento permaneciese cerrado… ¿Y dónde demonios estaba Marcelino?
Tras un rato esperando, oí una cierta algarabía… Fue justo cuando, del portal de al lado salía una vecina, a quien pregunté:
-Oiga, señora, ¿ha visto usted esta mañana al peluquero?
-¿Ah, pero tú no sabes que hoy viene Franco a Sevilla? Mira que…
“Tiene usted razón”, iba a responder, pero le di las gracias y continué el camino; sin importarme ni mucho ni poco que Franco viniese a Sevilla. Algo irritado, eso sí, dirigí mis pasos hacia mi casa. Justo cuando el griterío aumentaba de manera ensordecedor. Larga hilera de coches oficiales volaban más que corrían en dirección a los Reales Alcázares. Lo que tenía entusiasmado al gentío, persona mayores por lo general y que arrastrando con fuerza la palabra más oída aquel día en la ciudad: “¡Fran-co! ¡Fran-co! ¡Fran-co!” Con música y todo. “¡Fran-co! Fran-co!”
Hasta que una señora echó un cubo de agua fría a aquella cohorte de fans, al decir: “¡El Caudillo tardará lo suyo en pasar! Aviso.” Y yo pensé: “Pero ¿qué leche hago yo aquí, si a mí quien me importa es Marcelino?”. Así que me di media vuelta. Solo que cuando llegué a la peluquería, la puerta continuaba cerrada. Me senté en el escalón del portal, y allí seguí oyendo el insoportable jolgorio de la gente, que parecía no tener otra cosa mejor que hacer…
-¿Tú qué esperas?- gritó alguien con voz de susto. Era doña Emilia, la mujer del peluquero, quien llegó con ropa en la mano. Tan grandota ella y con un semblante más feroz que el habitual, me asustó del entresueño en que me hallaba.
-Pues espero a su marido… -respondí, saltando como un resorte, y con más ganas de marcharme que otra cosa-. Venía a hablar con él y, de paso, que me cortara el pelo.
-Pues lo que es hoy no lo verás…. Conque…
-Sí; entiendo –respondí, nervioso-. La verdad es que a mí me gusta el pelo más bien largo. Bueno… Adiós, señora.
Partí corriendo y algo nervioso, con la viva imagen de doña Emilia en mi memoria. Aunque sin ni por un momento se me fuese de la cabeza el misterio de Marcelino. “¿Dónde, que no fuese en su casa -o su trabajo-, podía estar el maestro? Su vida era tan simple como la de los tres vértices de un triángulo: casa, peluquería y bar.
Cierto que el peluquero era ya sexagenario, pero pese a nuestras diferencias de edad, nos entendíamos mejor que hermanos. Al principio me atendió como cliente, ya se sabe, diciendo sí a todo. Y claro, ya más adelante éramos como camaradas de toda la vida. “Camarada, camarada…”. Joder, cómo le gustaba la palabra. Pero yo contentísimo, ¿sabes? Para un poeta en ciernes, un hombre de su talla intelectual representaba todo un gran pequeño público ante cualquier creador joven. Aunque lo cierto es que yo lo buscaba por el solo placer de disfrutar con él de una culta y agradable velada. Y fue mi mejor amigo. Era todo corazón, el hombre.
Entre clientes, él se aplicaba en su trabajo, en tanto yo mataba el tiempo hojeando las revistas de siempre; aunque mayormente me dedicaba a escuchar lo que allí se hablaba. O lo veía cómo manejaba las tijeras. Peine, tijeras, brocha… jabón, toalla… peine… tijera. Todo aquello, mí me enriquecía una barbaridad.
Á‰l era un hombre más bien bajito y delgado. Decía de sí mismo que “siempre fue un fideo”. Y un poco cegato: con no pocas dificultades para posar sus grandes lentes en una nariz aguileña; lo que hacía destacar aún más su delgadez de viejo bailarín gitano. O aquellos severos ojos, que emergía de una cara afable –aunque siempre sembrada de una sombría preocupación-, por más que en muchos momentos derramara una sonrisa juvenil, reflejara tristeza de mártir.
Acabada la jornada laboral, encaminábamos nuestros pasos hacia una taberna próxima a la peluquería. Sentados, el maestro pedía media botellita de vino blanco, y en amor y compaña ligábamos “nuestros asuntos, como dos chavales”. Yo le hablaba de igual a igual. En tanto él era un pensador de una calma metafísica. Sí. Y tenía algo de filósofo. Casi todo giraban siempre en torno a los mismos temas: política/poesía, poesía/política. Nadie en el barrio sabía tanto de política como él. Yo nada de nada: en esta materia era un cero a la izquierda. Si acaso algo de poesía; y él me servía de altar sobre el que derramaba ripios y algún que otro poema aceptable… Versos que a veces le emocionaban, hasta el punto de que las lágrimas rodaban por sus mejillas y, curiosamente, él lo disimulaba o con una tosecita, o lanzando una mirada hostil al cigarrillo. A mí, aquel teatrito me hacía gracia: se repetía con precisión matemática.
Cuando volvía a mi casa, como siempre, mi madre aun me esperaba levantada. Ya al entrar la noté con el gesto torcido. Fue cuando me acordé de aquello que decía mi abuela: “Si el cielo está encapotado, San Pedro se mojará”. Y me mojé. Pues aun habiendo hecho ya el servicio militar y todo, me seguía tratando como a un adolescente. Sentada en una butaca. Y parapetada en su frente de combate, comenzó lanzándome toda clase de tiestos verbales.
-¿Puede saberse qué sucios asuntos te traes tú con ese tal Marcelino, para que media vecindad me venga con la murga (era gaditana) de esa extraña y misteriosa amistad?
Lo de ese tal Marcelino me dejó de piedra. Me dolió. Si lo hubiese dicho de mí… total… Pero yo no podía pasar una sola ofensa a Marcelino… Pero no me dejó.
-¡Sabrás que ese Marcelino es un rojo! Claro que sí. -me dijo, sentenciosa.
Mi corazón saltaba por lo menos el doble de rápido que cuando entré en casa. Pese a todo, me mostré con una serenidad oriental.
-Un vecino me ha dicho que tú y ese señor os reunís con cierta frecuencia en una taberna de la calle Feria. Y verás, poetilla de tres al cuarto, como resulta que tú solito estás metiéndote en un buen lío, del que ya veremos cómo sales de ahí, para zanjar de. Tú sabrás lo que haces. Y ahora a la cama.
Tragué amarga saliva amarga. Ella se había comportado siempre muy duramente conmigo, aunque nunca llegó a tanto. Cuando murió mi padre (ocho años tenía yo entonces) la situación familiar la obligó a ejercer funciones de cabeza de familia, y desde entonces, más se endurecían sus mano y su voz. Aunque aquella noche se pasó de la raya. Cuando todo acabó, me levanté de la silla y, dando un portazo, me encontré de pronto bajo un inmenso manto negro. Bajé los ojos a un suelo escasamente alumbrado por la oblicua luz de una farola, y me encaminé hacia un lugar que, si bien nunca había estado, iría ahora. El frescor de la noche me había despejado. Y en ese instante me sentí lleno de un sereno orgullo: no por no haber discutido con mi madre, sino por lo que estaba a punto de hacer.
Mientras caminaba, el reloj de la catedral daba las tres. Y pensé: “creo que aún es pronto para que suelten a Marcelino».
Así que, sentado en mis propias huellas, esperé el nuevo amanecer.